La síncopa del corazón
“Inclinado en las tardes hecho mis tristes redes
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos”
Pablo Neruda
Ella se mantenía triste a propósito. Su soufflé sólo levantaba, aéreo y espumoso, si ella sentía una consciente melancolía, los gnoccis de auyama sólo quedaban dorados y tersos si ella lloraba antes de amasarlos; el quesillo de guanábana, la herencia más querida que le había legado su abuela, quedaba soso y blando si ella, por algún motivo, se sentía feliz.
Vanos fueron los intentos de engañar a los espárragos con trucos de tristezas postizas, suspiros enlatados, lágrimas de artificio; ellos sabían, si estaba alegre, marchitarse apenas los tocara. Las fresas se acidificaban, los ajíes se reblandecían, el pan se petrificaba si ella, al tocarlos, sonreía. En cambio, bastaba una pena, una aguja en el alma, un vapor apesadumbrado en las venas, para que las ostras se mantuvieran frescas en sus manos, durante horas. Cocinaba a diario y cocinaba bien, pero una buena noticia, la tibieza del sol en la piel, el recuerdo de una caricia justa, era suficiente para arruinarle el trabajo.
Al salir de la cocina, recuperaba un ánimo post tormenta, una suave, tenue, elevación del humor, una resignada reconciliación con la vida luego de horas de voluntario sufrimiento en bien de su oficio. A decir verdad, aprendió a disfrutar de su tristeza; desarrolló un mezquino y discreto goce de sus miserias que se veía compensado por la belleza de sus platos, los sabores intensos que lograba, las felicitaciones que llegaban desde la sala y que frecuentemente tenía que asumir sin alegría para que, al volver la cocina, las lechugas no se hicieran mustias en sus manos.
El cuchillo se desliza por la tabla blanca, mínimos aros de ciboulette nacen a borbotones de este vaivén de la hoja filosa; un descuido, tal vez un latido asincopado de su corazón, genera un temblor en sus manos y la consecuencia es un manantial rojo que sale de su dedo índice. La reacción inmediata es la de presionar la herida, pero no hay dolor, más bien una luz, una calidez, un perfume de mandarinas, un canto en bocca chiusa que la alegra instantáneamente y sin culpas. Las gotas de sangre siguen saliendo y la alegría se intensifica. No hay tormentos, no hay lástimas de sí misma, hay una felicidad química que corre por su torrente sanguíneo y mancha la tabla. Delante de sus ojos surgen imágenes de trapecistas, de flores púrpura, de manos de bebés que le tocan la cara. Alucinada y feliz como nunca, se quita el delantal y la filipina, abandona la cocina con pasos cortos y para siempre, decidida a dedicarle la vida entera a la dicha de comer comida ajena y de sembrar ciboulette y mandarinas en su huerto.