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La melaza que ríe 




Para Tati, mi negrura



Él veía como el chocolate y ella eran una misma cosa. Lo temperaba en el helado mármol casi como un ritual religioso, moviendo la materia oscura de un lado a otro en compases de 5 x 8. Tenía el cándido descaro de untarse chocolate en el labio inferior para comprobar la temperatura, mientras él sentía que sus rodillas fallaban y su espíritu pedía perdón.

Desde que había llegado la nueva pastelera, él, que era un cocinero metódico, pulcro, previsivo y que prefería confiarse más de la planificación que de la inspiración, se había vuelto torpe, arrítmico, con arrebatos inesperados de fusión panasiática, con impulsos incontrolables de currys y malojillo, con improvisaciones inexcusables de azúcar y zeste de limón al último momento. 

Literalmente, sentía como la boca se le hacía agua al observar el tono acanelado de la piel de la nueva pastelera. Una piel como el café guayoyo, como el guarapo de papelón que su abuela le daba de niño con trocitos de queso ahumado, como los Cri Cri que se devoraba en la niñez, como la madera de caoba de la cual estaba hecha su cama de soledad y timidez. 

Se apresuraba a llegar temprano para poder inhalar, en su esplendor, el hálito de vainilla y naranja que siempre la acompañaba. Pensaba que hubiera podido hacer postres con solo sumergir en agua sus dedos de caramelo puro. Había perdido el apetito y sólo se le antojaban dulces. La evocaba en el quesillo de principiante que hacía su mamá, en las galletas de jengibre que compraba los domingos, y una vez llegó al extremo de tomarse un vaso de agua con azúcar sólo por sentirla cerca. 

Pasó mucho tiempo antes de que se atreviera a transitar los buenos días de la cordialidad. Un día, a la hora del almuerzo, ella se sentó a su lado. Le dedicó una sonrisa amable y le deseó buen provecho. Él sintió una síncopa en su corazón cuando se dio cuenta de que ella estaba tratando de entablar conversación. Respondía con monosílabos, sudaba una tinta helada y viscosa que le quitaba toda gallardía, pero al menos conservaba en su cara la sonrisa de felicidad irresponsable que se le quedó grabada desde que había sentido el perfume avainillado que precedía su presencia. 

Al día siguiente también comieron juntos. Había preparado algunas frases inteligentes y divertidas que olvidó en el instante en el cual ella le deseó un buen provecho. Ella le ofreció un poco de la mousse de chocolate amargo que había traído desde su casa y él paladeó, al fin, la sazón melosa que provenía de esas manos de cacao. Imaginó en esa cucharada de crema dulce y amarga, todos los besos que jamás le daría, las buenas noticias que sólo él sabría, las risas que ella jamás le regalaría, y se compadeció de sí mismo, de su incapacidad genética para unir azúcar, huevos y harina y producir algo medianamente comestible, y de su imposibilidad de decirle que estaba hecho para que ella viviera en su corazón el resto de su vida de corderos en su jugo y lomitos término medio. 

Un martes, luego de una jornada pálida y corta, se atrevió a entrar en la pastelería y sintió lo que cada cocinero siente cuando ingresa en este espacio de bombones y almíbares: desamparo. La nueva pastelera lo recibió con un saludo cordial y con un “Ven acá… Prueba esto a ver que tal” Pasó una hora entera devorando petit choux rellenos de crema de cardamomo, tartas de ciruela, galletas de romero y azúcar morena, tortitas de queso criollo, panna cottas de azahar y turrones de avellanas. Fue feliz. Percibió en la voz nocturna de la pastelera un tono de complicidad y comprensión que lo animó y en el frenesí del azúcar buscó en el sound track de su infancia alguna frase hermosa que decirle para darle las gracias:

“Eres la melaza que ríe…” dijo; ella de inmediato recordó a su padre quien le cantaba una canción sobre las caras lindas de la gente negra y le regaló una sonrisa profunda y visceral que él agradeció segundos después de haberse arrepentido por su atrevimiento. 

Al día siguiente, él tomó una decisión trascendental. Sólo podría acercarse a ella, con toda la intensidad que emanaba de sus venas, cocinándole. Madrugó y fue al muelle, sabía que los sabores marinos, esos que esconden en el fósforo los ímpetus de sus pasiones, podrían expresar con exactitud lo que sentía. 

Ostras y erizos. 

El vúlvico molusco era perfecto para decirle que su feminidad era como un terremoto cítrico que lo sacudía; los erizos, blandos e intensos por dentro, espinosos y oscuros por fuera, le asegurarían que él conocía su naturaleza de mujer dulce y con temple, de su fuerza y vulnerabilidad. Se esmeró en secreto y produjo tres platos: ostras y erizos con aderezo de limón y aceite de sésamo, crema de erizos al azafrán y ostras en mojito de coco con crujiente de naranja. 

Salió de su cocina triunfante, con el ánimo de un héroe que se sabe protegido por el destino y al asomarse a la pastelería le dijo con una hombría y una seguridad inusitada: “Oye, morena, te invito a probar esto”. La pastelera abandonó los mazapanes que estaba moldeando y lo siguió. Al acercarse percibió el aroma oceánico de las preparaciones y le dijo “Oh… No puedo comer eso… Soy alérgica a los mariscos… Pero… Podríamos, al salir, tomarnos un vodka helado con jugo de fresa y vainilla… Yo te lo preparo”. 

Jamás, unas ostras en solitario supieron tan bien, jamás unos erizos tuvieron la capacidad de proporcionar el sabor premonitorio y festivo de la noche más feliz de su vida.