Ópera y gastronomía para el año nuevo

Este hermosísimo video demuestra algo que siempre sospeché: que la humanidad está deseosa de conmoverse con experiencias vitales. La ópera, ese antojo de la música cuando quiere ser actuada, se traslada al escenario gastronómico del mercado.

Feliz año nuevo gastronómico!!!




Testamento gastronómico-amatorio para la instrucción de la nieta

Nieta querida, hija de mi hija

Ahora que me preparo para dejar este mundo, y habiéndote querido tanto, quiero legarte una sabiduría a la cual llegan casi todas las mujeres y que por pudor, o por mezquindad, nos reservamos: la comida y el sexo son la misma cosa.

Tal vez pienses que lo que acabo de decir es un delirio, un devaneo de mis neuronas cansadas que se despiden, una exageración… Pero no, mi dulzura; es una verdad más grande que un templo y es mi obligación decírtelo. Tu madre no te lo dirá, tal vez tus amigas te lo sugieran, lo más seguro es que si algún día tienes una hija, lo descubra antes que tú y que yo; lo cierto es que el apetito carnal y el de alimentos, provienen del mismo oscuro y tibio rincón del alma.

Me jacto, a mis años, de poder deducir las virtudes (o carencias) de un hombre en las artes amatorias con sólo verlo comer. Esos hambrientos que devoran la comida sin siquiera detenerse a sentir lo que saborean, esos trogloditas que engullen en dos bocados hamburguesas llenas de salsas peligrosas y contradictorias, esos pobrehombres que no recuerdan en la cena lo que almorzaron, carecen del más elemental sentido de la estética a la hora de la horizontalidad. Despachan a sus mujeres como reses que van al matadero, y generalmente, tardan más en estornudar que en retozar. Huye de ellos, mi princesita, huye despavorida, que la tristeza de la carne es una de las más despiadadas y más difíciles de exorcizar.

En cambio, aquellos que pueden describirte con entusiasmo su plato favorito, o que atraviesan su ciudad en busca de un manjar que sólo encuentran luego de esa travesía urbana, esos que se gastan el dinero en delantales, en especias misteriosas, esos que no tiene miedo de probar nuevos sabores, son generalmente, y pese a que puedan tener un aire taciturno, genios de las sábanas, poetas de la voluptuosidad, fabricantes de mujeres felices y fieles, gourmets de las emociones.

A las mujeres también las conozco viéndolas comer. Esas adictas a la dieta, que prefieren morir antes de meterse un chocolate en la boca, me resultan tan patéticamente evidentes en su frialdad que me extraña que los sex symbol actuales respondan a esas medidas tan escasas de 90-60-90. Las obesas, otras pobres criaturas, están tan hambrientas de cariño, se sienten tan solas y desesperadas, que tanto a la hora de la comida como del amor, se convierten en depredadoras inescrupulosas. El punto medio, como en todo, es lo saludable: ni comer por aburrimiento o por soledad, ni dejar de comer por lo mismo.

Te recomiendo, mi nieta amada, entre otras cosas, adentrarte en los secretos de la cocina y descubrir así muchas cosas sobre el amor; ser vegetariana durante al menos un año en tu juventud para que aprendas a amar a los vegetales y para que sepas que con o sin carne, la gente puede ser feliz; ser omnívora en la adultez, para que aprendas que en la variedad está el gusto, y volver a los vegetales en la vejez, para que cuando te vayas de este mundo, te sientas ligera y saludable. Comer despacio siempre, en la lentitud, tanto de la mesa como de la cama, se encuentra la verdadera felicidad.

Descubrir nueva formas de cocinar es una manera de descubrir nuevas formas de amar, investiga, lee, experimenta, no tengas miedo. La comida y el sexo generan placeres y culpas equivalentes, deshazte de las últimas si no dañas a nadie ("nadie" te incluye a ti), si agredes a alguien, la culpa es un buen sentimiento que te guiará de regreso hacia la salud.

Por último, mi amor, sé cuidadosa, la sensatez es muy buena consejera cuando va acompañada por la emoción; jamás comas nada por obligación, siempre sé tú quien decida sobre tu cuerpo, cuídalo, protégelo, regálale experiencias hermosas y vitales, vincúlate con lo eterno a través de él y recuerda que tu abuela cocinera, que te amó tanto mientras vivió, te cuida desde el regazo del creador.

La pastelería como felicidad

A veces pienso que lo que más disfruto en la vida es dar clases. Otras veces pienso que lo que realmente disfruto es ese momento en el cual veo como una persona mueve las neuronas y se le hace la luz y dice "ya entiendo". La mayoría de las veces pienso que, mi verdadero disfrute es provocar en las personas dudas, preguntas, para que ellas mismas las respondan. Y, siempre, absolutamente siempre, mi felicidad radica en ser el privilegiado testigo de la explosión de la creatividad ajena (no es que la propia no me guste, sino que la ajena es tan sorprendente que siempre me deja boquiabierta).

Desde hace aproximadamente un mes estoy dando clases de pastelería en el GAPP, un lugar al que considero mi hogar y que tiene un no sé qué que provoca que quien llegue no se quiera ir.

Dar clases de pastelería me resulta sorprendente, siempre me he considerado una cocinera con fugaces, aunque satisfactorios, coqueteos con el azúcar. Pero he descubierto un tipo de belleza en las clases de pastelería que no había conseguido dando clases de cocina. La precisión en las cantidades y los tiempos con la cual es necesario trabajar (la pastelería y la panadería son ciencias exactas), en vez de causarme claustrofobia, me resulta muy interesante.

Debo decir también que los muchachos a quienes les estoy dando clases son tan divertidos, tan ingeniosos, tan entusiastas y laboriosos, que me hacen la experiencia sumamente fácil y enriquecedora.

Ayer hicimos una torta charlotte. Aquí las fotos:




Venezuela Gastronómica Capítulo 1 Caracas

He debido esperar más de una semana para poder escribir sobre el hermosísimo evento de Venezuela Gastronómica que nos alegró el corazón el jueves de la semana pasada. Para mí fue un momento personalísimo, no sólo porque tengo afectos involucrados en ese proyecto, sino porque, al fin, iba a poder ver en persona a un hombre que tiene mi admiración y mi cariño desde la primera vez que tuve un libro suyo (El Pan Nuestro de Cada Día) en mis manos: Rafael Cartay.

Desde Sumito dándonos la bienvenida y reflexionando sobre el sentido de Venezuela Gastronómica, Héctor Romero proponiéndonos a los cocineros como protagonistas de un proceso de rescate de nuestros referentes culinarios (que son también nuestros referentes históricos), Ocarina Castillo haciendo un recorrido antropológico sobre la cocina venezolana en los años cincuenta, José Rafael Lovera relatándonos la historia del restaurant en Venezuela, Tomás Fernández, Francisco Abenante y María Elisa Romer cuestionando la existencia de una cocina mantuana (cuánto disfruté de ésto, qué lucidez y sentido del humor!!!) hasta Armando Scanonne dando una cátedra sobre la hallaca (lamento no haber podido asistir a las demás ponencias por asuntos de trabajo), el evento fue de una belleza, una integralidad y un atrevimiento que recibí como una brisa fresca.

Pero hoy voy a dedicarme a escribir sobre Rafael Cartay, quien, con su erudición y su sentido del humor infinito nos bendijo y, a mí en lo particular, me abrió una puerta a la reflexión acerca de mis sabores infantiles.

Cartay, ataviado con su vastísimo conocimiento y una simpatía incombustible, nos habló del mestizaje en la cocina venezolana, pero la verdad, es que el concepto del mestizaje fue una excusa para abrirnos su corazón y su sapiencia e ilustrarnos sobre el afecto, la cocina y la vida íntima asociada a los sabores y a la tierra.

Los venezolanos amamos los platos extranjeros pero los adecuamos a nuestros gustos, en los restaurantes japoneses venden roles con tajadas, la salsa boloñesa es tan criolla como un majarete y no sabe igual en Bologna, existen elementos en la cocina que mutan con facilidad y elementos que se resisten al cambio, "la patria son los alimentos", "no debería llamarse patria, sino matria", son algunas de las ideas que Cartay, de pie durante casi una hora y con un entusiasmo contagioso, nos dijo. Atravesaba un discurso de una erudición exquisita con alguna anécdota ("Mi madre me tocaba los labios... Ella me indujo el gusto") e incluso nos contó como había descubierto una especie de verguenza de sus sabores infantiles el día que, inocentemente, le dió a su hijo adolescente a probar el merecure, fruta que incluso los llaneros más recios consideran no muy amigable, pero que a él le traía gratos recuerdos de su infancia en Barinas... Su hijo probó, arrugó la cara y dijo "Ésto no es merecure... Es mereculo!!!".

Para Cartay, el mestizaje no es sólo un proceso inevitable, sino que es deseable también. La cocina es un espacio cultural y como tal recibe y ofrece cambios, es un espejo de nosotros mismos. El mestizaje es deseable, y la preservación del patrimonio gastronómico también. Mestizaje no significa pérdida de la identidad sino enriquecimiento. Mientras más profundamente nos conozcamos como pueblo que come y cocina, mejor podremos asimilar las incorporaciones, mientras más respetemos a las mujeres que cocinan domésticamente (las madres son nuestra primera fuente de conocimiento culinario) mejor podremos recordar nuestros sabores de la infancia y en consecuencia, fortaleceremos nuestra sensación de pertenencia a un gentilicio culinario.

Lo único que tengo en mi corazón para Rafael Cartay es amor y agradecimiento, por habernos regalado sus libros (la poesía de la cocina venezolana se encuentra allí), por expresar su sentido de justicia, de bondad y de compromiso a través de ellos, por compartir su entusiasmo, su sabiduría y su emotividad con los asistentes y por poner su sensibilidad a la orden del rescate de nuestra identidad como un pueblo bueno que tiene en su cocina la expresión de su esencia generosa y creativa.

Fotos: Carolina Quevedo

Las recetas de la paz



Manuel tuvo una idea que se convirtió en proyecto: recetas sobre la paz, fotos de los cocineros creadores de esas recetas, un guante sin dos dedos. Cada uno crea lo que para él sería una receta para lograr la paz del mundo. Entre metáforas y recetas reales, cada uno pone su corazón, su creatividad y su entusiasmo en esta hermosísima iniciativa.

Yo estoy feliz y honrada de participar, y aquí está mi receta.

Molleja de gozaderaaaaaaaa!!!

Este fin de semana, mis amigas Johana Linares e Ivette Franchi, se vinieron cargadas de delicias maracuchas y las sirvieron en el comedor del ICC. Luego del servicio, Sumito se dejó cargar por todas nosotras (Yelitza Acosta, Tamara Rodríguez, Johanna Linares, Ivette Franchi y yo).




El dolor

Para María Silvia Antonia, 19 años después

“Toma mis manos y abrázame fuerte
cierra los ojos, yo soy la muerte”
Toma mis manos
Willie Colón

El dolor… El dolor… El dolor es lo que mejor recuerdo. Aquella deuda saldada, aquella cosa pastosa y al mismo tiempo punzante que me consumía hasta dejarme exhausta y sin consuelo. Muchas veces pensé que, si se intensificaba, podría llegar incluso a ser un deleite, a perder su naturaleza maligna y cruel y convertirse en un placer. Pero no, se mantuvo en el borde, coqueteando con el alivio pero sin abandonarme.

Los otros recuerdos siempre son en sepia, nunca vívidos, siempre dejan claro que eran el pasado. En cambio el dolor se convirtió en mi naturaleza, en mi identidad, en un presente eternizado y melancólico. Creo que tuve dos hijos, un perro, alguien me amó, a alguien amé. Pero no puedo recordar exactamente las emociones ni los hechos concretos. Casi todo se borró.

Casi.

Recuerdo clarísimamente el sabor de la menta y el de la parchita, perfumado y optimista. Recuerdo que una vez me emocioné al ver el cambio de verde a naranja de un ají dulce que crecía desvergonzado en el jardín de mi casa, recuerdo haberme sentido feliz, recién bañada, con el cabello húmedo, untándome crema en las piernas, recuerdo el frío del suelo del páramo andino. Casi todos recuerdos inconexos, circunstanciales, que no me dan referencia de mi vida afectiva, la cual se fue desvaneciendo en cada punzada de dolor amargo y sarcástico.

Es extraño, cuando el dolor daba una tregua, quería bailar. Pero eso ocurrió unas tres o cuatro veces en aquél tiempo, de resto viví atravesada por una daga hirviente que separaba mi cuerpo en dos y mi mente en miles de pedazos.

Un día, mis súplicas fueron atendidas: el dolor se hizo tan agudo, tan profundo, que me enamoré de él. Su intensidad fue tan seductora y tan exquisita que me le entregué como una virgen, ruborizada y feliz de sucumbir ante su encanto. Me abrazaba de pies a cabeza, me susurraba promesas de amor y eternidad al oído, cantaba para mí con voz de barítono y me daba a beber de su torrente un néctar, dulce y especiado, que me hizo ver de nuevo a colores. Su abrazo le devolvió calidez a mi cuerpo maltratado y agónico y jamás estuve tan viva como cuando acepté su beso translúcido, de luz de bengala, de mango de hilacha, de agua de mar, de re menor, de bendito sea Dios, de no tener miedo por primera vez en mi vida.

Disculpe, hay un tornillo en mi carpaccio

Hace algunos días, mi mamá, fan entusiasta de la dieta y la figura esbelta, me dijo: "me provoca comer pizza, ¿Quieres?", yo ante semejante rareza, me rendí y dije que si. El apetito por el pan plano con tomate y queso mozarella se mezclaba con la pereza... Tanto que incluso pensamos en pedir pizza a domicilio. Pero al fin decidimos caminar las dos cuadras que nos separan del Unicentro El Marquéz.

Llegamos al restaurant Mamma Bella, reducto italianoide del este de la avenida Francisco de Miranda donde el mayor encanto es su horno a la leña y el menor, los experimentos de su chef (pastas con "lomito, salsa soya, pollo, tocineta y un toque de demi glace", por ejemplo).

Mi mamá decide: "Pizza cuatro estaciones", yo que me siento incómoda con el jamón en la pizza, sigo pensando en la mía cuando el capitán de mesoneros me dice "la pizza es grande, alcanza para las dos". Este señor, que no conoce el tamaño de nuestros apetitos me hace pensar en que debo pedir algo más y decido: Carpaccio, mi forma favorita de comer carne roja.

Reinaldo se nos une, pide otro carpaccio, esta vez de atún. Esperamos entre limonadas frappé y jugos de piña. Al fin llega la pizza, humeante y sabrosa, con extra de anchoas. Como decidimos tarde pedir los carpaccios, llegan después de la pizza. El ambiente es de tal informalidad que no importa este salto en el protocolo, puedo comerme una cosa y otra al mismo tiempo sin que se me mueva un pelo.

Primer bocado de carpaccio: carne fresca - el aderezo justo - aceite de oliva para lubricar el proceso de masticación - adoro el carpaccio - soy feliz.

Segundo bocado de carpaccio: pimienta negra - albahaca - carne fresca- un trozo de... De... De... ¿Qué es ésto?

Pintiagudo, oxidado, durísimo, enorme, espeluznante, un tornillo había aparecido en el carpaccio. (En el carpaccio no, en mi boca). Estupefacta, tomo el tornillo, lo miro con incredulidad, lo muestro a mis compañeros de condumio, el momento es de un surrealismo que espanta.

Mi mamá se asusta, Reinaldo no lo puede creer, yo agonizo (Y recuerdo que Reinaldo José, siempre dice "A Kary le pasa de todo en los restaurantes").

¿Qué hacer? ¿Llamar al mesonero que gana cuatro centavos al mes y le salen várices de tanto estar parado, con un sueldo equivalente a su vocación y a su poder de decisión y responsabilidad? Si, llamar al mesonero.

Yo, que puedo ser tremendamente mordaz y agresiva cuando mi vida está en peligro, respiro unas cuantas veces y pienso en esa máxima que nos pone en el lugar del otro "a cualquiera le puede pasar". Llamo al mesonero y le explico, serenamente, que esta cosa metálica, puntiaguda e innegablemente fálica, estuvo en mi boca sin mi consentimiento, que los errores los cometemos todos, pero que ésto puso en peligro mi vida y que, faltaba más, yo soy cocinera, miembro de la Asociación Venezolana de Chefs, Cocineros y afines, profesora de cocina y al fin y al cabo, cliente.

El hombre, con cara de poker, me dice en tono resignado y falto de emoción "Ya se lo cambio", se da la vuelta y se va. Yo quedo con un trozo de pizza con maíz y champiñones, que se enfría en mi plato.

Le pregunto a Reinaldo, quien siempre se da cuenta de cosas que yo omito: ¿Se disculpó?, me responde que no y a mí, en ese instante, se me hace la luz: la gastronomía en Venezuela está jodida por la falta de responsabilidad. No importa si los cocineros son unos sacrificados, si los mesoneros son fajadísimos y amables, si quien administra el dinero no se lo roba, si la señora que limpia el baño lo hace como si fuera suyo... Siempre hay alguien que debe hacer algo y no lo hace.

Regresa el mesonero con el clon del carpaccio asesino. Yo lo veo de reojo y ni Johnny Depp dándomelo en la boca me convencería de comerlo. Químicamente malhumorada y pensando que en otros países las indemnizaciones por algo así coquetearían con decenas de miles de dólares, le digo al señor que no me voy a comer el carpaccio y que exijo una compensación. Se vuelve a dar la vuelta diciendo "déjeme consultar" y mi instinto homicida se despierta. Al regresar dice, palabras más palabras menos, que "obviamente" el carpaccio no será incluido en la cuenta, que si nos apetece un "postrecito" o un "cafecito" por la casa. Deseando haberme dedicado a la zoología, a la física cuántica o a la bioenergética, reniego de la cocina y le digo que no, que no queremos un "postrecito", que nos traiga la cuenta.

Veinte minutos después, una jovencita con delantal verde, la chica que toma las comandas de las bebidas, nos acerca la cuenta. Nadie más da la cara, nadie se disculpa, nadie asume la responsabilidad de que una vez, en un carpaccio, a la cocina del restaurant Mamma Bella, se le escapó un tornillo que se escondió bajo los tomates con albahaca y que, sin importar las consecuencias, actuaron como típicos venezolanos incapaces de disculparse, evasivos de sus responsabilidades, inmediatistas (la cuenta se pagó, pero jamás en mi vida volveré) y escasos de vocación de servicio. Estoy segura de que son estas taras en nuestra personalidad nacional, y no las crisis económicas ni políticas, las que están destruyéndonos y mutando nuestros sueños de abundancia, prosperidad y buen vivir en pesadillas de sobrevivencia, hostilidad y desesperanza.

Los cocineros





Para ser cocinero hacen falta algunas características, muchas de ellas aparentemente excluyentes, que a los venezolanos nos sobran; tal vez sea por eso que aquí se come tan sabroso, porque cualquier hijo de vecino es perfectamente capaz de hacer un sancocho irreprochable a orillas de la playa con un mínimo de herramientas y las titánicas hallacas (preparación difícil y laboriosa como pocas en el mundo) le quedan bastante bien a la mayoría.

A los cocineros nos gusta la noche, estamos más lúcidos a las 11 pm que al despertarnos, nos encanta la buena vida y sin embargo el trabajo de cocina es uno de los física y emocionalmente más exigentes (hablo de muchas horas de pié al día, exposición continua e inclemente al calor, estrés permanente, posibilidad de cortes, quemaduras, accidentes), la mantequilla (el arroz, las aceitunas, el ají dulce, la miel…) nos parece un asunto delicadísimo y al mismo tiempo preferimos para comer los platos sencillos, hogareños, hechos por otros, a los manjares de restaurant.

En Venezuela hasta hace muy poco tiempo, los cocineros eran considerados como trabajadores de segunda, gente con una vocación extraviada que “no había podido hacer otra cosa en la vida”. Hoy el asunto es distinto, decir que uno es cocinero es tener una visa que permite la entrada a lugares cerrados para otros, simpatías instantáneas, confesiones del tipo: “siempre quise dedicarme a cocinar pero mis padres querían que estudiara en la universidad” o consultas acerca de cómo hacer risotto sin morir en el intento.

Hoy, día de cocinero, quiero decirles a mis colegas que los quiero mucho, a mis alumnos que les debo la vida (y el sentido de la vida), y a esa insondable fuerza que me trajo al mundo que estoy feliz de que haya obrado tan misteriosamente para hacer de mí una cocinera.

Ayuno

Este blog, templo de la gula y de la autocomplacencia, se solidariza dolorosamente con la huelga de hambre que protagonizan los estudiantes venezolanos, poetas de la valentía, paladines de la fortaleza.

Las publicaciones están suspendidas hasta que, algo pase, algo milagroso, algo bueno, algo esperanzador, como consecuencia de la proeza de nuestros muchachos.


Gourmeterapia el próximo viernes 25 de Septiembre


El próximo viernes 25 tendremos en el GAPP una sesión de gourmeterapia con tonos criollos.


Abreboca

Cazabitos con mantequilla de caraotas al gratén de queso telita y salsita de ají dulce

Entrada

Crema de maíz con polvo de tocineta

Principal

Suprema de pollo en pesto de cilantro sobre arroz al curry con pasas

Postre

Fondue de chocolate al aroma del cocuy



Para información, llamar a los amigos del GAPP al (212) 284.2646 / 324.3432


Me gusta cuando callo

Pensando en Pablo Neruda y robándole su idea


Me gusta cuando callo porque estoy como ausente, y me pierdo en recuerdos y sueños de nubes.

Me gusta callarme, una vez cada tanto, para poder dejar hablar a la voz interna que se asusta con la voz de mi garganta.

Me gusta también callarme en el cine, en las peluquerías y en los estacionamientos. En los mercados mientras elijo las cebollas y los ajíes, es mi lugar y momento favoritos del silencio.

Callarme, muchas veces me ha salvado de dolores. Callarme ha sido mi as bajo la manga, porque nadie se lo espera.

Me encanta callarme y adivinar el sonido de reggae de mi sístoles y mi diástoles. Me gusta callar y al fin, escuchar el borboriteo de mis neuronas tratando de ponerse de acuerdo.

Me gusta, callada, ver como crece la grama, como mis gatos juegan, como mi vida pasa.

Callarme me gusta, el silencio me acompaña.

Callarme me gusta... Pero no todo el tiempo.

Soy Cocinera

Me llamo Karina Pugh Briceño y soy cocinera. Otras pasiones ocupan también mi corazón, pero la cocina es el fuego primigenio que le da calor a mi vida. Amo al cordero, las ostras, la pasta al dente, el ají dulce, el cazabe y el queso guayamano. Odio al cambur, a la lechoza y al melón. Tengo relaciones relativamente saludables con el chocolate, pues ni lo odio ni lo amo, depende de su carácter puedo disfrutarlo o ser completamente indiferente hacia él.

Amo la comida... Y no me razgo las vestiduras por ninguna, ni siquiera por la venezolana. Para mí sólo existen dos tipos de cocinas en el mundo: la buena y la mala. Un jamón de bellota español me conmueve tanto como un mazapán de merey de Bolívar, un asado argentino me enternece tanto como unos bollitos pelones. No defiendo nada a capa y espada, pues creo que lo bueno no necesita defensa, y yo soy una ciudadana del mundo, cuyo nido se encuentra en Venezuela, pero que sabe que todos los bocados suculentos de la tierra están a su alcance y que la sensibilidad gastronómica de otras latitudes es la misma que la de aquí.

Soy Karina Pugh Briceño y me digo a mí misma que soy cocinera, porque la mantequilla es un asunto importante para mí, porque la nomenclatura gastronómica me parece poesía, porque los cocineros son mis hermanos, porque porque jamás me empalago, siempre tengo apetito y quiero probarlo todo, chapulines mexicanos, gusanos de seje del Amazonas, licor de serpiente tailandés. Me digo a mi misma que soy cocinera porque purifico mis pensamientos mientras remuevo un risotto, o deshueso científicamente a un conejo, sin un ápice de culpa.

Me encanta ser cocinera porque lo disfruto, y el único sentido de mi vida, lo confieso sin verguenza, es el disfrute... Disfruto hasta cuando lloro.

Yo le pertenezco a la cocina, soy su hija a su imagen y semejanza. Por eso mi alma es una hornilla, encendida eternamente, y mi cuerpo un patio de juegos en el cual experimento los sabores y las texturas de la vida.

10 años

Hoy celebro 10 años de haber salido de la escuela de cocina. Cuando entré, jamás imaginé que mi vida se dividiría en antes y después de ese evento. Fué un momento especialísimo para mí, pues, prácticamente toda mi familia me acompañó a celebrarlo. Mi bella familia, estóicos conejillos de indias, que celebraron mis aciertos y perdonaron mis metidas de pata iniciales en la cocina.

Recuerdo con especial cariño a mis amigos del alma y compañeros de aventuras gastronómicas, Milcy Luciani, Carlos Coronado y Manuel Sulbarán. Entre los cuatro descubrimos muchas cosas, nos divertimos como niños cocinando y cultivamos una amistad que, a pesar de las distancias (ellos tres viven en U.S.A), se mantiene intacta.

Tuve buenos y malos profesores. Los buenos encabezados por Tomás Fernández y Paul Capecchi, me enseñaron no sólo técnicas, sino esa mezcla extraña de hedonismo y vocación por el trabajo duro que debe tener un buen cocinero. Los malos me enseñaron, por contraste, lo que no debo hacer.

En estos diez años no sólo he cocinado sino que cientos de personas me han honrado al participar de mis clases de cocina. Tengo mucho que agradecerles a los dueños de las escuelas en las cuales he trabajado: Helena Ibarra en Cocido a Mano, René Torres en Mandalay y Lizzetta Torrealba en La Casserolle du Chef. Todos ellos crearon para mí un clima de libertad tan gratificante que lo menos que podía hacer era disrfutar de ser instructora. A los alumnos que, de manera tan entusiasta, siempre me regalaron su ingenio y creatividad, mi infinito agradecimiento. Han sido, siempre, una brújula que me mantiene en el rumbo correcto.

En fin, que mi agradecimiento mayor es a la vida, que me ha dado tanto... Tantos buenos bocados, tantas ricas texturas, tanto trabajo divertido, tantas buenas experiencias que hoy me dejan con un sabor dulce en la boca.


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El sauternes se revela





Me encanta el vino sauternes porque tengo debilidad especial por el dulce, no conozco la sensación de "empalagarse", y este vino, no sólo es dulce, sino que es intensamente perfumado y su textura es la del tercicopelo. Su dulzura y sus aromas provienen de que está hecho con uvas que tienen la "podredumbre noble", el hongo Botrytis Cinerea, el cual "pasifica" (convierte en pasa) ligeramente a la uva, obteniéndose una gran concentración de azúcar en la fruta.

A pesar de que me guste tanto, nunca entendí cómo la asociación entre sauternes y foie gras era tan común... A mí la combinación me parece "espesa", por decir lo menos. El sauternes siempre ha estado asociado al postre y al hígado graso de ganso, lo cual es un espacio muy reducido para la expresión de las cualidades de este vino.

Berenice Lurton, propietaria de Chateau Climens, está decicida a que las cosas cambien. Junto al chef Michel Gautier, han experimentado asociándolo con sabores como bogabante, mariscos, cordero y un largo etcétera, consiguiendo armonías novedosas y emocionantes.

Les dejo aquí el link a la noticia y mi sugerencia personal de asociar sauternes con algun plato con curry (se me ocurre que debe ser muy interesante).



Las ostras

"Nos divertíamos comiendo ostras, intercambiándolas cuando ya las teníamos en la boca. Ella me daba la suya con la punta de la lengua, mientras yo le acercaba a mía a sus labios. No hay juego más lujurioso o voluptuoso entre dos amantes."

Giacomo Casanova
Historia de mi vida

GOURMETERAPIA

Este viernes 17 de Julio, a partir de las 6 :30 pm y hasta las 10 pm, la gente querida del GAPP y yo vamos a comenzar una aventura con la cual teníamos mucho tiempo soñando: nuestra primera sesión de Gourmeterapia. Un espacio para desconectarse de ajetreo, las angustias, la crisis, la cola, las insatisfacciones y demás hierbas amargas, y conectarse con la felicidad, el placer, la creatividad, el gusto y el arte gastronómico. La buena comida como remedio del espíritu, el encuentro con otros sibaritas como la confirmación de que podemos ser felices.

La gourmeterapia está pensada para todos los que quieran disfrutar mientras cocinan, y deséen degustar sus propias creaciones gastronómicas. Una sesión de tres horas aproximadas de puro goce gastronómico.

Toda la información por los teléfonos:
(0212) 284.2646 / 324.3432.

Menú:

Abreboca
Bruscceta de hongos portobello en fricassé y tomates crudos

Entrada
Tartar de atún a la guayabita sobre verdes balsámicos

Principal
Risotto de jamón selva negra y manzana caramelizada con crujiente de queso parmesano

Postre:

Frutas al sabayón de azahar (¡y un postre sorpresa!)

"EL MERCADITO"

Escribo ésto con un nudo salado en la garganta. Dentro de algunos días me mudo a Barquisimeto y me estoy despidiendo de Caracas. Aunque soy caraqueña y viví mi niñez y adolescencia aquí; Mérida y Maracay también fueron ciudades que habité y de las que me despedí. Esta vez, luego de 13 años de vivir aquí, también me despido.

Me pregunté cuál lugar de Caracas amaba más que a ninguno, en dónde había sido feliz, cuál extrañaría más, y paradójicamente, no fue el Ávila, ni los restaurantes, ni la casa materna, fué el mercado donde he comprado mi comida durante todo este tiempo.

Caracas tiene mercados maravillosos: Quinta Crespo, Guaicaipuro, El chino de El Bosque, el peruano de Quebrada Honda, Chacao y toda esa serie de pequeños mercados que se asientan en calles que cierran los fines de semana para comodidad de los vecinos. A este grupo pertenece lo que siempre he llamado "el mercadito".

Frente a mi casa en La California Norte, vendedores de champiñones, flores, artefactos eléctricos, carnes, verduras e incluso exquisiteses, muestran su mercancía los domingos inalterablemente. De tanto ir me hecho amiga de la chica que vende pan andino, de la que me vende el cilantro en flor (y si voy tarde, me lo guarda hasta que yo llegue) del señor libanés que vende higos secos y cuyos hijos, venezolanos, lo ayudan a despachar, el señor de los quesos sabe ya cuál me gusta y que cantidad compro, el vendedor de malta me saluda y me pregunta por la familia.

Uno es de donde come. Ahora me toca ser barquisimetana. Siempre le he temido a las nostalgias traicioneras que aguijonean el corazón cuando uno menos lo espera. Por eso, porque sé que ésta va a ser una de mis añoranzas mayores, escribo ésto para exorcisar la tristeza y para dejarles, amigos, imágenes de lo que para mí ha sido el lugar más divertido, cálido y vital de mis últimos 13 años.

Éste es el señor Alejandro Freites, quien vende cuanto perolito uno se imagine, pero que, la verdad, guarda entre pecho y espalda a un músico y va al mercado a cantar boleros, tocar maracas y decirle piropos a las muchachas.









Irán en el corazón



Hago todo lo posible por evadir en mi blog temas dolorosos, tanto porque soy cobardona para el dolor, como porque este es un blog sobre "gastronomía y otras cosas buenas de la vida". Pero a veces la realidad se yergue, implacable, sobre las buenas intenciones y uno no puede esconder la cabeza bajo la tierra. En Irán están pasando cosas terribles (es cierto que en Sierra Leona, Brasil o Guinea Ecuatorial también, pero lo que pasa en Irán podemos verlo como un espejo de esos de feria en los cuales uno se ve distorsionado, pero sigue siendo uno mismo).

Desde aquí no puedo hacer nada más que mantenerme informada y dolerme por la gente que muere protestando... Y volver a publicar mi cuento "Almíbar de Dátiles" cuyo protagonista es un iraní residenciado en Venezuela.

En honor al recuerdo de Neda, la mártir, y de todos los que sufren persecusión y violencia por defender lo que piensan.


Almíbar de Dátiles

Dos años a dieta, dos implantes mamarios y dos liposucciones, hicieron de mí una mujer esbelta y bella. Renuncié al pan dulce con leche, a la pasta con crema, a la malta, a la milhoja de arequipe. Renuncié.

Me convertí en fan del yogurt, del agua de coco, de los masajes reductores, de las fajas y no me arrepiento. Soy lo que jamás imaginé ser, una mujer sexy. Sexy y sola.

Por eso mis amigas pegaron el grito al cielo cuando les conté que Agustín; si, el mismo de lentes de miopía, barriguita incipiente, discurso epistemológico reincidente y acento indeterminado; me había invitado a cenar. Yo lo tomé como una amabilidad hasta que vi sus ojos, como encendidos detrás de los cristales. Me di cuenta de que me estaba invitando a su casa a cenar. En un arrebato de tedio le dije que si, que iría, que mañana a las cinco de la tarde, como él, como todos nosotros, saldría de la oficina y estaría libre. Total, Agustín pertenece, sin lugar a dudas, a esa estirpe de hombres inofensivos que comen pasticho los domingos y toman ron con cocacola.

Mis amigas deliraron de felicidad ante mis ojos incrédulos. ¿Qué podía ser más soso que una cena con un tipo que sólo vive para leer y que aparenta más edad de la que tiene? Ellas, al unísono corearon felicitaciones, guiños de ojos y varios consejos que suenan terriblemente cursis a los treintaylargos años. Yo iría, por supuesto, vestida de diario, sin ningún mariposeo en el estómago y dispuesta a cenar frugalmente y a agradecer su gesto.

A las cinco en punto Agustín se asomó en mi oficina, me dijo que me esperaría en el estacionamiento. Yo, con esa sensación de hambre soslayada que he tenido desde hace dos años, asentí feliz de que se acercara la cena.

Lo seguí, la cola de la autopista era terrible. Él me enviaba mensajitos por el celular diciéndome que estaba encantado de que aceptara su invitación. Yo tratando de ser amable (y guiada por el hambre que ya me estaba acosando) le respondí que había aceptado encantada, pero eso si, iba a comer poco para respetar mi dieta.

Su mesa estaba tímidamente servida. Se disculpó y me dijo que tenía que calentar lo que había cocinado. Me habló de sus antepasados persas, de la cultura ancestral de sabores y perfumes que vivía desde hacía milenios en las tierras calurosas de Irán, que pertenecía a un reducido grupo de católicos iraníes, que estaba haciendo un curso de pensamiento complejo vía Internet.

Al momento de irse a la cocina comencé a sentir un aroma penetrante, de guiso, de especias, de aceites, de hierbas. No sabía exactamente de qué se trataba, pero se me hizo agua la boca. En minutos Agustín regresó con tres platitos, minúsculos, con berenjenas, zanahorias y aceitunas, eran las entradas.

Le digo que no tomo alcohol, me responde que lo sabe y me trae una copa con limonada perfumada con agua de rosas. Al momento de sentarnos a comer, el aroma del guiso era aún más penetrante. Le comento que huele delicioso y me dice que es una receta secreta de su familia, que los ingredientes los trae de su país, que jamás le dice a nadie el secreto de su preparación.

Al comer la primera aceituna un hilo de sudor me corrió por la espalda, era distinta, tremendamente distinta a cualquier aceituna que hubiera probado, carnosa, jugosa, casi acaramelada. Las berenjenas se deshacían en mi boca, las zanahorias, dulces y picantes, eran un deleite en mi paladar.

A medida que comía, Agustín hablaba suavemente. Se quitó los lentes y ante mí apareció un hombre con ojos profundos de pestañas enormísimas. Comía con tanta delicadeza que casi parecía estar rezando y con cada bocado suspiraba y me explicaba como en su familia, son los hombres los cocineros.

El aroma del guiso se me mete en el alma y Agustín se levanta de su silla y exhala un perfume de varón saludable y viril que no se corresponde con esa imagen de ser inofensivo que siempre tuve de él. Regresa de la cocina sonriente y me dice “el cordero es un animal muy especial, si no lo respetas te agrede con un mal sabor, pero si lo mimas, se deja cocinar como una exquisitez”.

Al lado del guiso de cordero, arroz basmati, una salsa de hierbabuena, más limonada con rosas y los ojos de Agustín, incandescentes y entornados, mientras yo engullo y envío a los mil demonios la dieta y la abstinencia.

El penúltimo bocado de cordero me angustia, ya se está terminando este manjar y yo hice una promesa que no he roto en dos años, jamás repetir. Agustín me mira y me dice “voy a servirte un poquito más” yo le devuelvo una mirada suplicante que él entiende de inmediato y me explica “Hago este cordero muy pocas veces al año, te conviene comer todo lo que puedas”. Agradezco íntimamente que me de un buen argumento y le digo que me sirva, que voy a repetir, que me sirva como si fuera la primera ración.

Mientras como, Agustín me comenta que su especialidad es la cocina dulce, los postres de su país son almibarados y rinden culto a los frutos secos. Impaciente, termino de devorar el guiso y experimento una paz de espíritu y un placer gastronómico distribuido por todo el cuerpo.

En un plato azul cobalto, trae una minúscula mousse de crema de leche de cabra regada por un almíbar de dátiles. La cucharilla de desliza por ella y sé que en tres bocados daré buena cuenta de aquella liliputiense delicia. Al llevármela a la boca siento como si miles de estrellitas explotaran en mi lengua y un rocío de miel me bañara entera. Completamente extasiada, me olvido de Agustín y me entrego al goce lúdico y lujurioso que el postre provoca en mí. Cierro los ojos y sólo quedamos ella y yo en el mundo, ella para ser devorada, yo para encontrarme conmigo misma y dar gracias a Dios por estar viva.

Cuando abro los ojos me encuentro con los de Agustín que me mira fijamente y me dice “Esta es una cena dedicada a ti. La cociné para decirte que creo que eres la mujer más bella y solitaria del planeta. Tu soledad y la mía son idénticas, por eso, sabía que sólo tú podrías disfrutar de esta comida como yo lo hago, sólo tú y tu soledad podrían entenderme a mi y a mi soledad”

Cuando lo besé me di cuenta de que él estaba comiendo la misma mousse con un almíbar de damascos.

El Mediterráneo en la Cocina, como despedida

Caracas es mi ciudad, y tengo con ella una relación de amor-odio muy intensa. Odio las colas, la suciedad, la inseguridad y ver como cada día este lugar, al que mi abuela llamaba "la sucursal del cielo" se convierte en un territorio sin ley. Amo al Aula Magna de la U.C.V y a su "tierra de nadie", amo los recuerdos de mi infancia en Los Chaguaramos, amo la posibilidad de seguirme encontrando con mis amigos de toda la vida en lugares equidistantes de sus sitios de trabajo, amo al Avila y amo la comida que puedo comerme sólo aquí.

Pero me voy, me mudo a Barquisimeto, lo cual me produce una mezcla de felicidad-susto-tristeza-optimismo difícil de describir.

Me pregunté cómo podía despedirme de Caracas de una manera que pudiera llevarme de ella todo lo bueno y dejarle todo lo que pudiera y me dí cuenta de que no había nada mejor que dar un taller sobre la cocina que me seduce más; por eso este 28 de Junio, voy a dictar el taller "EL MEDITERRÁNEO EN LA COCINA", para agradecerle a Caracas que me haya convertido en cocinera y para despedirme de esa gente bella que asiste a mis talleres con tanta disposición a disfrutar y que le encanta ser feliz cocinando conmigo.



"CUENTOS Y CANTOS GASTRONÓMICOS" en el comedor de Sumito


Puedo comenzar este post con esta perla de la sabiduría popular "Dios los cría y ellos se juntan", pues, esta semana, un grupo de gente que ama la cocina, la música y la literatura, se une para ser feliz mientras hace lo que más le gusta hacer. Este jueves 18, viernes 19 y sábado 20 de Junio, mi esposo Reinaldo y yo estaremos presentando nuestros "CUENTOS Y CANTOS GASTRONÓMICOS" en el Comedor de Sumito.

Héctor Romero y Sumito Estevez tuvieron la gentileza de invitarnos a su bello y cálido comedor en el cual servirán un menú hermosísimo que crearon a partir de la inspiración que les produjo mis cuentos.

Los invito a compartir con nosotros esta velada maravillosa de sabores, evocaciones y melodías.

Menú del comedor para el 18, 19 y 20 de Junio

ABREBOCA

Ostra al limón con gelatina de cocuy y falso caviar de ají dulce


ENTRADA

Sopa de gallina y auyama con papas ahumadas a la hierba buena


PRINCIPAL

Cordero estofado con salsa de cacao, cremoso arroz jazmín y salvaje al cilantro


POSTRE

Mousse de queso de cabra, dátiles y sarrapia


  • Se recibe por reservación (reservacionescomedor@gmail.com o +58-212-9922429)
  • No tenemos parquero
  • No tenemos venta de alcoholes
  • No tenemos punto de venta para TC y TD
  • Precio del menú: 140 BsF.
  • Descorche de vino blanco u otras bebidas: 30 BsF.
  • Descorche de vino tinto: 0 BsF.

“Comer es sometimiento”

Cuando Andoni Luis Aduriz le propone a Anthony Bourdain que elija entre dos menús de degustación, uno llamado “Rebeldía” y otro llamado “Sumisión”, Bourdain no lo duda y dice “comer es sometimiento, sin duda elijo la sumisión”.


Comer lo que el otro hace es saborear su inventiva, tragar su trabajo, engullir sus decisiones, asimilar sus ideas. No hay escapatoria, lo que está en el plato proviene de la voluntad del otro, y, aun decidiendo lo que uno quiere comer, accede a los deseos del cocinero cuando acepta que él elabore el plato sin que ni siquiera uno pueda ver el proceso. Por eso siempre me ha puesto nerviosa ser comensal de menús dirigidos, porque tengo el hábito genético de rebelarme ante las imposiciones, pero cuando son los panas quienes me invitan, silencio mi indocilidad natural y me someto de mil amores.


Sumito nos invitó a comer en su comedor, e hizo hincapié en que fuera un día en particular: 28 de Mayo. Siempre he sentido una ternura enorme cuando me invitan a comer, como es una de mis actividades favoritas, lo siento como un consentimiento a lo más vulnerable que hay en mí; sin comer desde el mediodía y con el espíritu conmovido, Reinaldo y yo llegamos al comedor de Sumito y nos dispusimos a devorar todo cuanto cayera en nuestra mesa.


Como si hubiera adivinado nuestras preferencias, el menú era de inspiración margariteña. Pescados y mariscos, nuestros alimentos favoritos, se hacían sentir antes de dejarse ver sólo por sus aromas.

Sumito camina apresuradamente de un lado a otro y nos dice que mientras dure la operación no podrá hablar más de dos palabras con nosotros, que cuando finalice el ajetreo se sienta a conversar. Unos jovencísimos cocineros-mesoneros nos atienden como si fuéramos sus amigos, descorchan nuestro vino, nos sonríen y nos acompañan discreta y atentamente.


Un juguetón rompe colchón con espuma de galleta de soda inicia nuestro viaje, la sugerencia aromática de la galleta de soda contrasta con la textura de las burbujas y desconcierta. Ensalada de chucho con habas y crujiente de cazabe es nuestro segundo plato, y se arriesgan a aderezar con picante el asunto, cosa que agradecemos con el alma. Un sancocho de rape criollo con aroma a leña, nos confirma que no hay nada como cocinar como los primeros hombres, utilizando la leña y sus perfumes. Tomate margariteño relleno de caracoles y morcilla, salsa de ají dulce y espuma de papa, enamora la frescura del fruto casi crudo con la contundencia y la travesura de unir cerdo y moluscos.


Cuando ya habíamos probado todo ésto, llega lo que para mí fue una de las experiencias gastronómicas más asombrosas de mi vida: pescado “oreao” (curado en agua de mar) sobre guasacaca de mango verde y cebiche de topocho y tamarindo. Debo detenerme aquí porque se me hace urgente una aclaratoria: amo al pescado, y por lo tanto soy tremendamente quisquillosa a la hora de comerlo. O me lo como de la mano de Cambao, quien es un genio, o me lo como en cebiche hecho por peruanos, o a orillas de la playa (cuyos habitantes conocen sus secretos mejor que nadie) o siempre estoy temerosa de que esté muy cocido, muy blando, muy crudo, muy soso… Pero este pescado estaba perfecto. El método ancestral de curarlo en agua de mar (Sumito por razones obvias utiliza una solución de agua potable y sal marina) da como resultado no sólo una pieza perfectamente sazonada sino con una textura indescriptible (en España, los cocineros de vanguardia están “descubriendo” este procedimiento). Yo soy una persona concreta, a quien le cuesta imaginarse eventos metamateriales porque siempre necesito referencias corpóreas, pues, como eventualmente me pasa con la comida excepcionalmente buena, este pescado movió en mí una especie de iluminación, de mini epifanía, una intuición de que Dios existe y es mi amigo.

Y como no era suficiente, llegó el postre: Bombón de queso de cabra y piñonate, coulis de parchita y merey confitado. Una pieza de maestría azucarada que ideó Héctor Romero y que nos dejó a Reinaldo y a mí en un estado de satisfacción personal y de arrobamiento del espíritu que se desvaneció unos dos días después.


Luego, la conversa, los amigos comunes, el país, los hijos, el pasado, los planes y la promesa de hacer algo juntos pronto… Y como pronto es ya, este sábado 6 de junio a las 2 pm y el domingo 7 a las 12 m, Sumito nos invita a compartir con él su programa de radio “Diario de un cocinero” en Onda la Superestación, Reinaldo canta sus canciones gastronómicas, yo leo un pedacito de mi cuento “Almíbar de dátiles” y entre los tres nos damos una cotorra deliciosa para celebrar toda la felicidad que nos pueden brindar la cocina y los amigos.