Mérida

La primera vez que pisé Mérida tenía 18 años y cuando llegué sentí que había llegado a casa. Volví al poco tiempo y sentí lo mismo. Tres años después, guiada por el amor, me fuí a vivir en una casa enorme de 6 habitaciones a la orilla de un río en San Rafael de Tabay y, desde ese momento, no hay un lugar en el mundo donde yo me sienta mejor. Allí cultivé amistades profundas, allí crecí y estrené mi adultez, allí di mis primeros pasos en la investigación gastronómica; Mérida es para mí mi ciudad natal adquirida.

Fuí allá la semana pasada en viaje relámpago, visité el mercado principal, compré queso provolandino, vegeales secos de "La Boconesa", masa de maíz pelao´, y "Truchineta": huevas de trucha deshidratadas con sal. Este mercado es no sólo el típico lugar común turístico, es muchísimo más que ésto: es un paraíso para el cocinero. Se consiguen desde champiñones y alcachofas fresquísimas, hasta rarezas como Stevia, huevos de gansa, harinas de múltiples cereales y esa delicia cuya fórmula guardan celosamente los merideños, llamada vitamina y que sólo puedo describir como una nube dulce y avainillada que podría tomar todos los días en vez de agua.

Visité también un imperdible para mi: "Tía Nicota" cuyo souflé de palmito es inigualable.

Pero el banquete me lo dí en Barvas Pizzas y Focaccias. De la mano de mi amigo Antonio Gámez (y el idioma español no me alcanza para agradecerle todas las atenciones y gentilezas que tuvo conmigo en este viaje), me devoré una focaccia con salmón ahumado, lechugas, aceitunas negras y aderezo de queso crema que estaba suculenta. El detalle magnífico: La masa deliciosa, tersa, gustosa y de un grosor perfecto. Antonio se comió una pizza "Criolla" con carne mechada y queso blanco.











Ya de vuelta suspiro (como cada vez que vuelvo de allá) y me pregunto si alguna vez podré cambiar en mi partida de nacimiento Caracas por Mérida.