La esclavitud de las especias

Hace algunos días vi en el cine “The mistress of spices” (traducida aquí como “La joven de las especias”). Fui entusiasmadísima pues me parecía que al salir iba a irme a mi casa perfumada a canela. Cruel decepción. La película, a pesar de tener el encanto del rostro de la protagonista que excepcionalmente hermoso y del escenario de una tienda de especias que no necesita decoración, pues ahí están esos aromáticos elementos adornándolo todo, es un fastidio.

Tiene todo lo malo de Hollywood, el romanticismo fácil, el muchacho bueno (y buenmosísimo) de la película con una actitud de buena gente tan exagerada que más bien parece abúlico, el muchacho bueno y feo que pretende a la heroína pero se transa por un personaje femenino secundario, la protagonista que supera obstáculos y un largo etcétera que aburriría de sólo nombrarlo. Pero también tiene lo malo de Boollywood: la cara, los parlamentos y la actitud de la protagonista es de tal forzada ingenuidad que raya en el autismo ¿por qué las actrices indias siempre actúan como si estuvieran concursando en un certamen de quién es la más boba del planeta? Es probable que yo, con mi occidentalismo, no entienda las sutilezas de la escuela de actuación india… Es lo más probable.

Lo que si me quedó como una duda razonable es, ¿usamos las especias o ellas nos usan a nosotros? Debo admitir que yo (al igual que la protagonista) soy una esclava de las especias. La verdad es que la cocina que más me apasiona está llena de aromas provenientes de las raíces, tallos, hojas, flores y semillas de las plantas más perfumadas del mundo ¿existe alguien que pueda vivir una vida feliz sin pimienta negra? Lo único bueno que le vi a la película es que parece una metáfora de, hasta que punto, el reino de las especias se revela como una perfumada esclavitud para los cocineros.


Toco tu boca
Yo no leí Rayuela, yo sufrí Rayuela. Me dejó un reguero de tristezas en el alma.
La primera vez que intenté leerla tenía 16 años y era muy pretenciosa, Rayuela me ayudó a doblegar un poco mi ego cuando en la página 25 la abandoné porque no entendía lo que pasaba ahí. Luego, a los 25 la tomé de nuevo, superé la página 50, pero también la abandoné, estaba deprimida por alguna razón y sabía que si seguía leyendo la depresión se me iba a convertir en nihilismo.
En diciembre de 2007 leí Rayuela (o jugué Rayuela, con esos saltos del timbo al tambo que propone Cortázar) y conseguí el capítulo siete: un oasis, un parque de flores de colores y frutas dulces, tan goloso y perfumado que parece comestible:
"Toco tu boca, con un dedo todo el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja. Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos, donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua."

Y como si fuera poco, podemos oir a Cortázar (y su acaramelada pronunciación de la R por culpa del frenillo) recitando esta maravilla:

Rayuela, Capítulo siete. Julio Cortázar