La parafilia del hilo

He vivido una inocente obsesión como si fuera una parafilia, como si tuviera que avergonzarme, como si no combinara con mi personalidad. Siempre me sentí como una marciana cuando confesaba, casi con pudor, que me gustaba tejer


Algunos arrugaban la cara y cuestionaban una actividad tan pasiva e ingenua en una época de tanta malicia, otros juzgaban políticamente incorrecto que una mujer inteligente y con criterios propios, cultivara los placeres discretos y silenciosos de las manualidades, otros simplemente me decían que eso era de viejitas (aprendí a tejer a los 20 años) y que perdía mi tiempo. Mi grupo etario, marcado por los corsets de Madonna, la Perestroika y la Historia sin Fin, nunca fue sensible a los hilos. Yo, en cambio, cuando lo encontré, me encontré.

Mi abuela intentó, oh ilusa, enseñarme a bordar cuando era una niña, me compró un tamborcito, una telita de algodón, hilos de colores y me fue guiando en su arte, al que interpretaba con maestría y gusto de princesa. Yo debo haber dado algunas puntadas equívocas cuyo mal resultado traté de compensar con interpretaciones en la mandolina, que mi abuela adoraba y, seguramente prefería, a verme fracasar estruendosamente bordando; mis hilos y mis agujas no eran esos, pero lo descubriría mucho después.

Entrando en la adultez, cuando vivía en Mérida, me enseñaron a tejer amigas pasajeras, chicas muy amables que estuvieron en mi vida durante poco tiempo. A partir de ahí, sólo pude compartir la delicia que significa para mí tejer, con mi tía, y sólo durante poco tiempo, ella, ahora vive en el extranjero. Ni una amiga, ni una prima, nadie cercano a mí se siente conmovido por el placer hedonista y autocomplaciente que generan los nudos que van naciendo en el extremo del ganchillo.

Comencé tejiendo lo básico con pabilo, grueso, burdo, nada amable para tejer. Su rusticidad se ve compensada por su pureza y esa apariencia de hilo primigenio. Llené las casas de mis amigas con miles de tapetes: corazoncitos de una cursilería que hoy me abochorna, molinos de viento, flores, figuras geométricas, angelitos y cualquier otra cosa imaginable que estuviera plasmada en un patrón de ganchillo.

Pasé luego, con gran dificultad, al tejido de ropa y así sublimé la frustración que siempre me produjo no saber (ni sentirme en capacidad de) coser en una familia de exquisitas e intuitivas costureras. Mi primera pieza fue una chaqueta color papelón, que regalé a una de mis amigas justo cuando me despedía de Mérida.

Luego mi tejido fue completamente solitario y autodidacta. Fui aprendiendo de revistas, de imágenes en internet, fui resolviendo problemas con mi sentido común, fui aceptando que mi “parafilia” la debía vivir sola, pues Venezuela no es un país con tradición de tejido.

Hasta hoy. Hoy visité a un montón de “arañas” que se reúnen los sábados en el Parque del Este, a tejer. En sus ojos vi la misma expresión de delicia, la misma satisfacción que siento yo cuando consigo aprender un punto nuevo o terminar un proyecto. Conseguí a mi grupo de tejedoras, unas mujeres divertidas, locuaces y completamente entregadas a los hilos, a quienes no debo explicarles la paz y el deleite que se siente al pasarse cuatro horas seguidas tejiendo sin parar, hasta casi estar dormida, pero aún contando los puntos, como en una meditación en movimiento, porque ellas, no sólo lo saben, sino que están tan poseídas como yo por la misma obsesión.
ARAÑAS CARAQUEÑAS, SALID DEL CLÓSET Y VENID A TEJER AL PARQUE DEL ESTE LOS SÁBADOS!!!