Por ejemplo, viví mi infancia en la calle Codazzi de Los Chaguaramos, pero esta calle son realmente dos, pues una está del lado sur del río Guaire y la otra del lado norte, y la verdad, hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que la calle, con posibles poderes esotéricos, se desvanece para darle paso al río y se materializa de nuevo del otro lado con el mismo nombre; miles de veces, tuve que indicarle a algún despistado que, efectivamente, se encontraba en la calle correcta, pero que tenía que dar un vueltón para poder llegar al otro lado, donde también estaría en la calle correcta.
Algunos arrugaban la cara y cuestionaban una actividad tan pasiva e ingenua en una época de tanta malicia, otros juzgaban políticamente incorrecto que una mujer inteligente y con criterios propios, cultivara los placeres discretos y silenciosos de las manualidades, otros simplemente me decían que eso era de viejitas (aprendí a tejer a los 20 años) y que perdía mi tiempo. Mi grupo etario, marcado por los corsets de Madonna, la Perestroika y la Historia sin Fin, nunca fue sensible a los hilos. Yo, en cambio, cuando lo encontré, me encontré.
ARAÑAS CARAQUEÑAS, SALID DEL CLÓSET Y VENID A TEJER AL PARQUE DEL ESTE LOS SÁBADOS!!!
La síncopa del corazón
Ni estando siberianamente sola, ni estando amelcochadamente acompañada, he logrado comprender el fenómeno del día del "amor y la amistad". Para mí el amor es un asunto complicado, multivalente, bendito, profundo, estremecedor y, en algunos casos, agotador. Para mí la amistad es un cristal, una joya, un premio por haberse portado bien en la otra vida.
En el curso dominical de pastelería del Gapp, eventualmente compartimos el almuerzo y este domingo, Mariflor Giannikakis (mi amiga querida, esposa de mi alto pana Joel Eliaz, diseñadora, fotógrafa y alumna) nos convidó de delicias que había hecho en su casa, entre las cuales destacaba, para mi horror, una crema de arvejas verdes. Siempre he tenido como meta probar todo lo que crea que vale la pena, ésta vez valía la pena responder con apetito al gesto de Mariflor, pero yo me encontraba con la clarísima repulsión que siempre he sentido hacia la leguminosa color verde grinch.
Sin decir nada y apelando a mi espíritu aventurero, vi como Mariflor colocó cantidades equivalentes de su crema verde en ramequines que bañó con queso parmesano y llevó a gratinar. El asunto me estaba conmoviendo, pero mi nariz es mi brújula en la vida, y el aroma de las arvejas sólo lo tienen ellas, es insobornable, no se puede disfrazar. Intentando amplitud de criterio. pensaba: "pero tal vez si sólo la pruebas y agradeces la belleza de Mariflor que cargó ese perolero hasta aquí sólo para que tú comieras", "tal vez como es una crema puedas comerte aunque sea dos bocaditos", "has comido escorpiones, grillos y cuy, y ahora ¿una inofensiva cremita de arvejas te va a asustar?" era mi atormentado diálogo interno.
Bloqueo creativo
Una página en blanco al frente, varios días con desajustes en el sueño, poco apetito (que aprovecho para entregarme al ambiguo placer de la dieta), el final del semestre, la entrega del último trabajo, y no se me ocurre nada.
Busco mis fuentes de inspiración infalibles: visito youtube y me encuentro con La Shica, con Supertramp, con la Fania en su esplendor que me lleva a mis gatos y ellos a
Colette Calascione y su máscara felina (¿cómo alguien desconocido puede pintar algo que yo llevo por dentro?). Me provoca comer un perro caliente con salchicha alemana, o unos cascos de guayaba con queso brie, o kippe crudo con hierbabuena, o un pancito con tapenade.
La página sigue ahí y no sé si me mira con sarcasmo o con picardía, el asunto es que me mira.
Busco a mi amado Klimt a ver si en su “Beso” me consigo de alguna manera; el suyo me lleva al de Juan Luis Guerra y aquella especie de ejercicio gestáltico-erótico-poético que siempre me deja sin habla y que me hace creer que sí, que deberían darle su premio nobel sólo por haber escrito semejante monumento a la lengua española.
Vuelvo a la página y no hay manera, blanco total.
“…Échale semilla a la maraca pa´ que suene, chá cuchá cuchucuchá cuchá” canta Héctor Lavoe, amor de mi vida vestido de navidad, haciéndole los coros a Cheo Feliciano. Mi mamá me pregunta si quiero salmón para el almuerzo y yo respondo que si. Hago lo de siempre: el montaje mental del plato, y sé que me voy a dar un gustazo con el salmón a la plancha (full de pimienta y término medio) y brócoli con vinagre y aceite de oliva. Con la boca hecha agua intento escribir algo, pero es inútil. Me mudo de género y busco a Dead Can Dance, me conmuevo hasta los huesos y considero la posibilidad de escribir que tengo una página en blanco al frente, varios días con desajustes en el sueño y poco apetito.
"El sibaritismos gastronómico unido a la inteligencia, contribuye a hacer a los hombres amables"
Mi mamá se llama Eva y está signada por las manzanas, desde la bíblica y su influencia en su personalidad, hasta el apodo cariñoso con el cual la llamaba mi papá: "manzanita". Hoy se armó de valor y abrió, como no, un blog para darle cauce a su vocación de socióloga-sherezade-psicóloga-escritora.
Mi tía y mi mamá estaban enamoradas de Sandro, en consecuencia yo también. Siempre me impresionó su histrionismo y esa voz, como nacida en el centro de la tierra. Pudo fundir la sexualidad sin eufemismos que brotaba de sus poros con el refinamiento de su interpretación. Cuando cruzó los cuarenta se incrementó su hermosura. Como en un vino fino, Sandro, Roberto Sánchez, se expresó en todo su esplendor en la madurez y aunque cantara esa música dulzona que llaman ¨romántica¨ la fuerza inaudita de su masculinidad estremecía a cualquier escenario.