SOY EL GRINCH DEL DÍA DE LOS ENAMORADOS
Soy el grinch del día de los enamorados. Siempre lo fui, siempre lo seré. Nunca he creído en las flores rojas en esta fecha, nunca he respetado los bombones en formato de corazón, nunca me ha entrado en la cabeza como alguien puede creer que el amor se pueda resumir en un peluche.

Ni estando siberianamente sola, ni estando amelcochadamente acompañada, he logrado comprender el fenómeno del día del "amor y la amistad". Para mí el amor es un asunto complicado, multivalente, bendito, profundo, estremecedor y, en algunos casos, agotador. Para mí la amistad es un cristal, una joya, un premio por haberse portado bien en la otra vida.

¿Cómo expresarles a mis amigos cuánto los quiero en un sólo día y a todos al mismo tiempo? ¿Cómo expresarle con veracidad lo que siento al amor de mi vida? ¿Regalándole una corbata?

Que no, que no y que no. Que no me gusta el asunto. Y yo soy bastante ritualista: celebro mi cumpleaños con una semana de anticipación y hasta la octavita, regalo a diestra y siniestra en navidad, celebro los cumpleaños de mis amigos con bombos y platillos; me encantan los boleros desgarrados y las películas con finales felices. Pero los regalitos edulcorados, las musiquitas edulcoradas, los peluchitos edulcorados y las palabritas edulcoradas, son una cantidad de glucosa que mi sistema psíquico no puede metabolizar.



Los cocineros tenemos no sólo ciertos rituales que nos hacen sentir cómodos y seguros a la hora de cocinar (soy incapaz de encender una hornilla si no tengo puesto un delantal, por ejemplo), sino que las obsesiones y las repulsiones gastronómicas son un tema importantísimo para nosotros. Tengo un amigo que pasó años sin cocinar con tomate porque le parecía ordinario, otra amiga diseña sus platos dibujándolos hasta la extenuación, mi tía Ligia, magnífica cocinera, detesta hacer ensaladas aunque es capaz de hacer un souffle con los ojos cerrados.

En cuanto a comer o no comer, yo soy maniática convicta y confesa: amo la mantequilla, el pan, el brócoli, el aceite de oliva, el queso de cabra, la lechuga. Odio el cambur, la lechoza y el melón. Odio los cartílagos, los cortes de carne con huesos (¡abajo el t-bone steak y el osso bucco!) los espárragos y el apio. Odiaba las arvejas verdes... Hasta este domingo.

En el curso dominical de pastelería del Gapp, eventualmente compartimos el almuerzo y este domingo, Mariflor Giannikakis (mi amiga querida, esposa de mi alto pana Joel Eliaz, diseñadora, fotógrafa y alumna) nos convidó de delicias que había hecho en su casa, entre las cuales destacaba, para mi horror, una crema de arvejas verdes. Siempre he tenido como meta probar todo lo que crea que vale la pena, ésta vez valía la pena responder con apetito al gesto de Mariflor, pero yo me encontraba con la clarísima repulsión que siempre he sentido hacia la leguminosa color verde grinch.

Sin decir nada y apelando a mi espíritu aventurero, vi como Mariflor colocó cantidades equivalentes de su crema verde en ramequines que bañó con queso parmesano y llevó a gratinar. El asunto me estaba conmoviendo, pero mi nariz es mi brújula en la vida, y el aroma de las arvejas sólo lo tienen ellas, es insobornable, no se puede disfrazar. Intentando amplitud de criterio. pensaba: "pero tal vez si sólo la pruebas y agradeces la belleza de Mariflor que cargó ese perolero hasta aquí sólo para que tú comieras", "tal vez como es una crema puedas comerte aunque sea dos bocaditos", "has comido escorpiones, grillos y cuy, y ahora ¿una inofensiva cremita de arvejas te va a asustar?" era mi atormentado diálogo interno.

Entra Mariflor al salón con la bandeja de ramequines calientes y aromáticos, yo dudo por veinteava vez, pero finalmente me arriesgo. La crema tiene, para mi tranquilidad, un color más aceitunado que radiactivo; sé por el vapor que desprende, que ha sido generosa en ajo, en cebolla, en cariño. Tratando de convocar mi espíritu hedonista, tomo una cucharada mezquina de crema y me la llevo a la boca preparada para disimular la expresión facial que me delataría si, como esperaba, la crema me hacía sentir miserablemente infeliz.

Pero ocurrió un milagro (un milagro menor, nadie se salvó de un cáncer, pero para mi vida, estas son cosas milagrosas): la crema que me inundó de sabor hasta la médula, estaba deliciosa. Con un sabor muy pronunciado, un poco de acidez, un obvio sofrito bien hecho, el parmesano derretido, la textura untuosa, la crema de arvejas estaba buenísima. Yo, incrédula y con los ojos desorbitados, tomo otra cucharada para convencerme de que no son delirios míos y confirmo que si, que la crema está, no rica, no sabrosa, no decente, está verdaderamente exquisita.

Con el ego apaleado y la boca feliz, terminé de devorarme la crema de Mariflor y lamenté el hecho de no poder repetir y comerme cinco porciones de aquella misteriosa, sorprendente y aleccionadora crema de arvejas.

Platillos voladores

Estoy enamorada... Ya sé que no es una innovación gastronómica que afecte a la comida, ya sé que ahí se podría servir comida de la mala y de la buena... Ya sé. Pero es que es irresistible.

Un grupo de españoles, canarios para más señas, idearon como servir tapas sobre ¡platillos voladores! La vajilla se sostiene sobre imanes y las mesas están imantadas también, el resultado, la delicia de poder tener frente a los ojos, pequeños platitos suspendidos en el aire.

Aquí les dejo el link (con video incluido) para que se den un gustazo.