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El gringo

El gringo, sancochándose del calor a orillas del Coquivacoa, engullía, parsimoniosa e inalterablemente, kilos y kilos de huevas de iguana, con las venas del cuello marcándosele, los chorros de sudor corriéndole por la frente y bendiciendo su suerte.

El gringo había llegado a La Concepción huyendo de los horrores de la guerra del Pacífico y de un matrimonio mal avenido que degeneró en divorcio y que sólo le dejó un sabor amargo en la boca que él exorcizó con dulce de icaco y huevos chimbos. Sin saber hablar español, se entendía con los Wayú, silentes y laboriosos, que trabajaban en las contratistas de las petroleras en un intrincado lenguaje de señas que terminó por convertirse en el idioma corporativo de la zona. Era un gringo enorme, rosado y feliz, que descubrió que el único lugar más lindo que su California natal, eran las tierras ardientes del Zulia.

Jugaba béisbol en la hora abrasadora de las 3 de la tarde, se disfrazaba en navidad de San Nicolás, cantaba los coros de las gaitas, inauguraba supermercados, bautizaba niñitos, cazaba iguanas para darse banquete con sus huevas y amarraba las hallacas de las casas vecinas.

Muchos niñitos de de ascendencia wayú se llamaron como el gringo, y las mujeres se lamentaban de que la versión femenina de ese nombre sonara tan feo que ni un maracucho se atreviera a llamar a una inocente niña de esa manera. Muchos años después de su muerte, un concurso de comedores de huevas de iguana y una beca para niños talentosos en el Béisbol, llevan su nombre.

El día que ella lo vio, venía de la mano de su hija. Ella terminaba de freir las últimas empanadas del día y la niña jugaba en la plaza de enfrente cuando el gringo, hambriento como era su estado natural, le preguntó a la niña donde podía comer en su dialecto de señas corporativo. La niña tomó la mano monumental del gringo y se lo llevó a su madre y en un acto premonitorio le dijo “Mami, mi papi tiene hambre”. Ella, que era viuda y que sabía que su hija tenía la lengua llena de presagios, miró al gringo y lo primero que le inspiró fue piedad “pobrecito, parece una langosta de tanto sol”, agradeció que el gringo no entendiera a la niña y le sirvió las empanadas hirvientes que le quedaban y un vaso de horchata.

El gringo se volvió loco. Abandonó sus puntuales visitas al burdel del pueblo y las mariposas nocturnas se dedicaron a llorar y a escribir canciones sobre el amor de un gringo que se fue y no volvió, compraba todas las empandas que ella freía y se las comía de un solo bocado para demostrarle su amor, aprendió las únicas diez palabras en español que siempre pronunció bien para decirle: “bonita señorita, usted es la flor del desierto, cásese conmigo”, se disfrazó de San Nicolás en pleno Junio para llevarle regalos, cantaba en su ventanas los blues adoloridos de Nueva Orleáns y una noche deliró hasta la extenuación de fiebre por haber pasado la tarde entera recitándole a gritos y en inglés los fogosos versos de Walt Witman en la plaza frente a su casa. Ella decía que no podía casarse con un gringo regorgallero que comía huevas de iguana como postre, que eructaba como un trueno y que podía tomarse cuatro litros de horchata de una sola vez. Pero sus argumentos no aguantaron el caudal escandaloso del amor del gringo quien le suplicó, a través de un intérprete, que remediara su esterilidad genética y le permitiera ponerle su apellido sajón a la niña.

Las señoritas casaderas de familias de bien no dieron crédito a sus oídos cuando se regó por el pueblo que el gringo se casaba, no con una de ellas, no con una gringa, sino con una viuda vendedora de empanadas, curvilínea, morena y de ojos verdes nativa de Santa Lucía. Se dijo que ella lo había emponzoñado del mal de amor con una pócima revuelta con la horchata, se dijo que la niña era de él y que en un viaje anterior había dejado ese cabo suelto y ahora tenía que recogerlo, se dijo que los ojos verdes de ella funcionaban como maleficio para los gringos grandes, rosados y felices, se dijo que era la niña la que ejercía esa atracción con el poder insondable de su orfandad, se dijeron muchas cosas de las cuales ellos jamás se enteraron porque en la embriaguez del amor bilingüe, compraron una casona de fachada de colores y allí vivieron, dichosos, hasta que el gringo murió de viejo en los brazos de ella, recitando los versos ardientes de Walt Whitman y jurándole amor eterno más allá de todos los tiempos.