Se casó Iván
Iván Weinreb es un amor que tengo en el corazón. Pertenece a esa especie en extinción llamada “buen muchacho”. Es un músico excepcional, un guitarrista magnífico y un tecladista ingenioso y creativo. Además de haber sido productor musical es también experto en cualquiera de esas cosas mágicas que se hacen con las computadoras. Pero, lo más relevante, es que es un hombre bueno, un alma dulce, un tipo encantador, brillante y decente.

Aunque está muy grandote para la gracia, mis sentimientos por él son maternales, siento una mezcla de amor, orgullo y envidia (todo lo que un buen padre siente por sus hijos). Ante mis disertaciones sobre lo que es para mí un Paladar Inteligente, él reflexionó y llegó a la conclusión de que el de él era un “Paladar Negligente”, digamos por aquello de que es capaz de comerse cualquier cosa. Pero la verdad es que ha sido un compañero maravilloso de aventuras gastronómicas.

Iván, mi Iván, se casó ayer, eufórico de felicidad, con Aura, una princesa que lo conmovió tanto y tan profundamente que un día me dijo “hoy mi problema es pasar las próximas ocho horas sin verla”.



Sola

Para las mujeres que quiero.
Y para las que se han sentido solas alguna vez

Prometió jamás volverse a mirar al espejo. Al menos no escrutarse, porque cuando uno se maquilla no se ve, al contrario, uno niega lo que ve y sustituye la verdad por un rozagante aspecto de salud "Estée Lauder".

Pero ahí estaba mirándose. Sola.

En esa soledad glacial del domingo, de los 75 canales que no pasan nada bueno, del yogurt a medio comer para calmar la ansiedad, de su cama sola.

Las voces de las mujeres de su familia aparecían como luces incandescentes. La bisabuela que dejó al marido porque la golpeaba. La abuela que aguantó la mala vida del padre de sus hijos hasta que un día, muda, fría y con la decisión de un monje budista, recogió sus macundales y se fue con sus hijos a vivir arrimada, pero libre. La de su mamá, que por amor dio todo para recibir la dureza de la malquerencia y la soledad.

Del espejo pasó a la cama. Hizo todo lo posible por apartar de su cara la telaraña de la tristeza, pero mientras más la apartaba, más se enredaba en ella. Se acostó tratando de convocar al sueño, ese sueño evasivo y anestésico que en sus depresiones la salvaba de la realidad, pero no hubo manera, tampoco durmió.

Pensó en lo diferente que debía ser para un hombre deprimirse. Hay algo en las mujeres que las lleva a sentirse inundadas de tristeza, a ahogarse en sus lágrimas, a morirse en vida. Pensó en sus amigas, había visto a cada una pasar por un dolor, y siempre había algo en común: la desesperación, la mirada oscura sobre la realidad, la agonía del llanto seco, el deseo de desaparecer. Cuando una mujer dice “me siento sola” sólo otra mujer puede entenderlo.

Trató de reanimarse con trucos fáciles: se dio un baño largo y tibio, se cubrió de pies a cabeza de crema humectante de almendras, se pintó las uñas de rojo. Sabía perfectamente que esos pequeños placeres no la conducirían a la paz, pero sabía también que hacerlos ocuparía sus pensamientos. Finalmente, cuando rozaban las tres de la mañana, decidió cocinar.

No había casi nada en su nevera de desiertos; el apetito, aquél cómplice de su felicidad, había desaparecido casi por completo, las ganas de ir al mercado y dar esos paseos epicúreos eligiendo los ajíes, las uvas y los pimientos, también.

Pan integral, queso emmental y tres cebollas.

Pensó que era muy paradójico tratar exorcizar la tristeza cortando cebollas, pero luego se dio cuenta de que no había mejor argumento para dejar salir sus lágrimas rancias que ese. Cortó finísimas plumitas de cebolla, mientras un llanto ancestral salía a borbotones de su alma.

Mermelada de cebolla: aceite de oliva, cebollas en pluma, vino tinto, azúcar, rama de canela, hoja de laurel, sal y pimienta.

Pensaba hacerse un sandwich con el queso y la mermelada, pero, al ver el color rubí y la consistencia de almíbar que habían adquirido las cebollas, se sirvió en un plato de postre dos cucharadas enormes y se dispuso a comer.

La dulzura la invadió, contrastaba tanto con la amargura que sentía que se sorprendió. Poco a poco, el dulzor, el hipnótico perfume de la canela y la tibieza de la mermelada recién hecha la hicieron sonreír. Cerró los ojos para fundirse con aquél sabor, respiraba profundo para no perderse ni una sola molécula de ese aroma maravilloso. Al terminar, pasó su dedo índice por el plato y como una niña, aquella niña feliz que ella fue a los cuatro años, se lo chupó en un gesto permisivo y de autocomplacencia.

Fue a su cama, la misma cama sola, y con el sabor de la dulzura en la boca, concilió el sueño.

La Rabia

“La rabia, coño, paciencia, paciencia…”
Silvio Rodríguez

¿Cómo es posible?
¿Por qué?
¿No se puede vivir decentemente en Venezuela?
¿Cómo alguien que dedica su vida a hacer felices a los demás muere a manos del hampa?
¿Cómo combato esta rabia, este miedo, esta desesperanza?
¿Por qué la dignidad recibe como pago la violencia y la insania?
¿Cómo vivir en una ciudad en la cual las plegarias que se alzan son acerca del miedo a morir?
¿Por qué Carmen de Mayorca, una dama del chocolate, una señora del júbilo, una maestra de los bombones termina su vida violentamente?
¿Por qué su esposo, Luis Eduardo Mayorca muere en el mismo momento con la angustia de que ambos son víctimas de la locura?

Estoy furiosa…

La Sra. Mayorca develó para mí los misterios del cacao. Me hizo feliz al mostrarme que yo también podía formar parte de la magia de hacer bombones. Pasamos ratos deliciosos temperando chocolate, haciendo nougatine, descubriendo como sacar burbujas de aire de los bombones para que quedaran perfectos.

Yo entiendo que la vida termina, inexorablemente. Que la muerte forma parte de esta vida, que más bien parece una farsa. Entiendo también que las muertes inesperadas son partidas repentinas que nos hacen pensar en la fragilidad, en el poco tiempo que tenemos. Mi rabia radica en la violencia. Me niego a entender que una buena persona, dos buenas personas en este caso, tengan que morir, no en su cama, rodeada de nietos y en la paz y quietud de una vejez bien vivida, sino en la angustia y el dolor de la agresión, del asesinato.

Estoy furiosa…