Manchamanteles*


Para Edmundo Escamilla, Yuri de Gortari y su Manchamanteles iluminado por “La Bombilla” del D.F.

Dos paralelas se amaban, Ay de mí.
Gesualdo Bufalino
Estaba triste, como había estado los últimos cuarenta años. Intentó devolverle el ánimo floral de los viejos tiempos a su alma sin haberlo conseguido. Sus recuerdos la abrumaban y un suspiro oceánico hacía espuma en su garganta, ahogándola en un llanto liso, silencioso y tierno que nadie había notado en todos estos años.

Tenía una imagen nublada de él, pero en cambio, recordaba exactamente el timbre de su voz, masculinamente baritonal, y el olor a miel que lo acompañó siempre. Sus vidas se cruzaron en el azar de la ciudad, entre el smog de autobuses y niños ajenos que salían de la escuela. Se descubrieron en secreto, se mintieron con ternura, se mimaron con fiereza, se amaron con desapego y finalmente, se separaron por aquello de que lo nuestro es imposible.

Luego, serenamente, decidió seguir viviendo, recobró el apetito que la abandonó durante meses, volvió a maquillarse, encontró un nuevo amor, vinieron los hijos, las angustias de la treintena, las vacilaciones de la cuarentena, el divorcio a los cincuenta y cinco, y ella misma, químicamente pura, a los sesenta.

De vez en cuando, el suspiro salino encontraba una rendija para salir, como ese día. Cuando la tristeza la amuralló, decidió cocinar para conjurar el mal de amores que le torcía el corazón desde hacía cuatro décadas, buscó en su biblioteca y encontró un libro de cocina mexicana. Nombres de fábula como cochinita pibil o huachinango a la poblana le hacían agua la boca y retumbaban en su alma como un eco festivo, continuó buscando hasta que encontró la receta de un plato audaz con el lúdico nombre de Manchamanteles.

La idea de comerse en un mismo bocado, carne y frutas la alegró y se puso manos a la obra. Licuó los chiles con las especias y los tomates, frió las tajadas de plátano, cortó la piña y el cerdo en trocitos y lo guisó todo.

Dispuso la mesa como si hubiera invitados, el silencio solo era interrumpido por los maullidos de La Niña, su gata mestiza y callejera que la adoptó como mamá, con quien tuvo el vínculo más parecido al amor desde que sus hijos emigraron y de quien había aprendido algunos gestos de sibaritismo como dormir la siesta.

Sirvió su Manchamanteles con arroz blanco y se llevó un poco a la boca. El intenso perfume de la canela se metió por las grietas más recónditas de su espíritu, pensó que jamás había cocinado tan bien y probó un segundo bocado. Se dio cuenta de que estaba delicioso y se sorprendió, los sabores que había logrado eran extraños y aventureros, una ola de valor la recorrió, varios pensamientos la abrumaron y un nudo en la garganta estalló en forma de risas.

La piña dulce evocó en ella sus besos frutales, su voz melosa susurrándole blues al oído, las noches acarameladas entregados al amor y a las promesas, los recuerdos fueron apremiantes y urgentes, el manchamanteles ardía en su boca y los recuerdos en sus entrañas.

No terminó de comer, se levantó abruptamente y caminó, se encontró consigo misma en un espejo y vio los rayitos en el cabello para disimular las canas, diez kilos más que en aquellos tiempos, la misma boca en forma de corazón que lo volvía loco y una determinación en sus ojos desconocida para ella.

Hizo el primer acto de valentía de su adultez y subió corriendo las escaleras, tomó la guía telefónica y empezó a buscar por la letra G el apellido del amor de su vida, para invitarlo a comer Manchamanteles.
*Manchamanteles: estofado mexicano compuesto de carne, generalmente cerdo o pollo, frutas como piña y manzana, canela, clavos, pimienta guayabita, tomate, cebolla, ajo, chile ancho, chile guajillo y tajadas de plátano macho fritas.

La Cocina Sagrada de Bolivia


Ricardo Argandona es un personaje interesantísimo, es Restaurador de Obras de Arte, divide su tiempo entre Bogotá, Nápoles y La Paz y además… Cocina. Trajo de su tierra boliviana un montón de joyas gastronómicas precolombinas, una historia conmovedora sobre sus ancestros y el corazón enamorado de sus raíces.

Empezamos el taller de Cocina Tradicional Boliviana en el Marco del Encuentro sobre el Patrimonio Inmaterial viendo los ingredientes, muchos desconocidos por mí, como por ejemplo la Kaya, una raíz larga y oscura con un sabor terroso que él sirvió con melado de papelón.

Nos alegró la vida con una Sopa Peske hecha con Quinua, ese cereal prodigioso que alimentó al imperio Inca y que ahora occidente re descubre con asombro, nos regaló unas papas deshidratadas y vueltas a hidratar, gratinadas queso y crema de leche, nos habló largo y sabroso sobre su país y la errada noción de que es helado y montañoso, resulta que solo el 10% de Bolivia es altiplano, en el resto hay selvas, valles y llanos, de su lago, o mas exactamente, mar interno, Titicaca, con su exhuberancia en peces y su halo sagrado. Dijo algo que me emocionó, hablando de las lenguas que se hablan en Bolivia nos dijo que “el Aymara es gutural, en cambio el Quechua es suave y cadencioso”… Imaginé la dicha de ser políglota en idiomas tan bellos para poder escribir cuentos con ellos.

Luego del taller tuve la suerte de sentarme a hablar con él y con mi recién estrenada amiga Moira sobre Venezuela y Bolivia, las coincidencias y diferencias como países latinoamericanos, los eventos recientes y el futuro que nos espera, creo que los tres llegamos a la misma conclusión, lo que hace falta en Latinoamérica es respeto hacia nosotros mismos, con eso sería suficiente.