Venezuela Gastronómica Capítulo 1 Caracas
He debido esperar más de una semana para poder escribir sobre el hermosísimo evento de Venezuela Gastronómica que nos alegró el corazón el jueves de la semana pasada. Para mí fue un momento personalísimo, no sólo porque tengo afectos involucrados en ese proyecto, sino porque, al fin, iba a poder ver en persona a un hombre que tiene mi admiración y mi cariño desde la primera vez que tuve un libro suyo (El Pan Nuestro de Cada Día) en mis manos: Rafael Cartay.
Desde Sumito dándonos la bienvenida y reflexionando sobre el sentido de Venezuela Gastronómica, Héctor Romero proponiéndonos a los cocineros como protagonistas de un proceso de rescate de nuestros referentes culinarios (que son también nuestros referentes históricos), Ocarina Castillo haciendo un recorrido antropológico sobre la cocina venezolana en los años cincuenta, José Rafael Lovera relatándonos la historia del restaurant en Venezuela, Tomás Fernández, Francisco Abenante y María Elisa Romer cuestionando la existencia de una cocina mantuana (cuánto disfruté de ésto, qué lucidez y sentido del humor!!!) hasta Armando Scanonne dando una cátedra sobre la hallaca (lamento no haber podido asistir a las demás ponencias por asuntos de trabajo), el evento fue de una belleza, una integralidad y un atrevimiento que recibí como una brisa fresca.
Pero hoy voy a dedicarme a escribir sobre Rafael Cartay, quien, con su erudición y su sentido del humor infinito nos bendijo y, a mí en lo particular, me abrió una puerta a la reflexión acerca de mis sabores infantiles.

Los venezolanos amamos los platos extranjeros pero los adecuamos a nuestros gustos, en los restaurantes japoneses venden roles con tajadas, la salsa boloñesa es tan criolla como un majarete y no sabe igual en Bologna, existen elementos en la cocina que mutan con facilidad y elementos que se resisten al cambio, "la patria son los alimentos", "no debería llamarse patria, sino matria", son algunas de las ideas que Cartay, de pie durante casi una hora y con un entusiasmo contagioso, nos dijo. Atravesaba un discurso de una erudición exquisita con alguna anécdota ("Mi madre me tocaba los labios... Ella me indujo el gusto") e incluso nos contó como había descubierto una especie de verguenza de sus sabores infantiles el día que, inocentemente, le dió a su hijo adolescente a probar el merecure, fruta que incluso los llaneros más recios consideran no muy amigable, pero que a él le traía gratos recuerdos de su infancia en Barinas... Su hijo probó, arrugó la cara y dijo "Ésto no es merecure... Es mereculo!!!".

Fotos: Carolina Quevedo