Más allaíta 

Venezuela es el reino de la inexactitud. No lo digo como queja, al contrario, yo me siento como pez en el agua con esas ambigüedades venezolanas. A pesar de que ciudades como Mérida o Barquisimeto, están numeradas, Caracas, la enorme, la caótica, no tiene números sino nombres (en el mejor de los casos). Esta es una ciudad cruel con los visitantes que no comprenden como uno puede ubicarse con direcciones poéticas, subjetivas e inexactas (subes hasta el final, luego, en la "matemango", cruzas a la derecha y en la primera, donde está la reja morada, más allaíta, donde está la puerta azul"). 
Por ejemplo, viví mi infancia en la calle Codazzi de Los Chaguaramos, pero esta calle son realmente dos, pues una está del lado sur del río Guaire y la otra del lado norte, y la verdad, hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que la calle, con posibles poderes esotéricos, se desvanece para darle paso al río y se materializa de nuevo del otro lado con el mismo nombre; miles de veces, tuve que indicarle a algún despistado que, efectivamente, se encontraba en la calle correcta, pero que tenía que dar un vueltón para poder llegar al otro lado, donde también estaría en la calle correcta.

En el Centro de Caracas el asunto se pone incluso más macondiano: las esquinas tienen nombres que parecen sacados de una película: Miseria, Pinto, Socorro, Chorro; pero el premio mayor se lo doy a la esquina El Muerto y su historia, arrancada de la vida misma.

La cocina venezolana revela en su epidermis y en su adn el mismo carácter inexacto, rebelde y caprichoso. Mi mamá tiene anotadito en una libretica, las cantidades exactas de ingredientes para hacer sesenta hallacas, y jamás, jamás de los jamáses, con esa cuenta, nos salen las sesenta hallacas que un día si salieron, un diciembre salen más, otro salen menos, pero nunca sesenta. 

Los intentos de sistematizar este asunto han sido titánicos, nuestro ángel guardián de los sabores autóctonos, Armando Scannonne, se ha fajado como los buenos durante décadas, con espíritu de pionero, con abnegación franciscana; sus logros son insoslayables, pero sé que cada uno tiene su propia versión de las recetas de Scannonne, tal vez porque a nosotros nos tienta demasiado la improvización, tal vez porque el espíritu de esta cocina es justamente, ser inasible. 

En la nomenclatura culinaria criolla este desorden bullanguero y descarado queda muy claro: "una pizca", "un chorrito", "una ñinguita", se cortan los vegetales "chiquiticos", se deja hervir "hasta que espese", se deja enfriar "hasta que cuaje". Un cocinero extraordinario, "Cambao", un día me dijo que su "Guaga" era un genio cocinando "con un si ni no de sal", es decir, con poca.

Aunque no tomo café, me deleitan las sutilezas del café venezolano en una barra, ¿qué diferencia hay entre un marrón claro y un con leche fuerte? apenas unas gotas más o menos, y los baristas criollos o cogen el hilo rápido o no sobreviven al ajetreo implacable de una jornada de expertos en pedir exactamente lo que quieren.

A mí me gusta, me encanta, ser una cocinera en un mundo en el cual las inexactitudes son comprensibles, las sutilezas son moneda corriente, las imprecisiones se dan por sentado y la cocina es tan hermosa, colorida y exuberante que no aguanta corsets ni medidas exactas.