La manta guajira
Quiso el destino que yo naciera de la unión surrealista de un antropólogo maracucho y una socióloga caraqueña de familia gocha. Quiso además que naciera a principios de los años setenta en la Caracas de neblinas y de la post guerrilla. Quiso también que en esa mezcla se unieran los fuertes rasgos timotocuica de mi abuelo materno con la locura genética de mi padre en donde hay orfebres suicidas y zulianas de ojos verdes adivinos, descendientes de árabes.
No contento, el destino me tendió una jugarreta, mandó a mi padre a U.S.A a estudiar veterinaria, pero allá, libre de los antedichos ojos verdes de mi abuela, decidió que iba a estudiar antropología para siempre y que iba a ser comunista, mientras mi madre sobrevivía a la dureza de vivir bajo el manto de hierro de la moral andina de ventanas diminutas en el calor sofocante de Maracay.
Se encontraron en la escuela de Sociología de la U. C. V, él era profesor sapientísimo pero con tendencias de torturador, ella una niña que no tenía ni idea de donde se había metido. Cuando mi mamá estaba a punto de graduarse, él se dio cuenta de su existencia; se vieron, se amaron y aquí estoy.
Mi infancia fue colorida; me arrullaban con “que culpa tiene el tomate de estar tranquilo en la mata…” jugaba poco con muñecas, pues me interesaba más la música, sobre todo esa que me llegaba a los huesos que cantaba una señora argentina enorme a quien le decían “La Negra” y que hablaba sobre una mujer que jugaba con caballos marinos en una ronda.
Mi mamá y mi papá leían mucho, en vez de ir a la playa (prohibida para mi mamá, porque el sol le manchaba la cara) se quedaban acostados, arropados hasta la barbilla, cada uno con un libro, en el mayor de los placeres, mientras yo me preguntaba qué hacían los otros niñitos para llegar al colegio con otro color en la piel.
Mi mamá y mi papá me adoraron siempre; mi papá en su desequilibrado modo bipolar, mi mamá a su manera desprejuiciada y de buen humor; jamás me mintieron con cuentos sobre el niño Jesús, siempre me hablaron con la verdad.
Me compraron un cuatro para que al fin yo fuera feliz e hiciera mi propia música, me regalaban libros de cuentos y pintaron una pared de rosado en mi cuarto. Me llevaban al cine y a mi disfrute favorito: comer. Íbamos al “Veccio Mulino” donde yo comía ravioli a la crema bañados en parmesano y ahí entendí el concepto de la palabra placer. Me inscribieron en el mejor colegio del mundo, en el cual los niños opinábamos, aprendíamos música, bailábamos y nos cuidaban como si fuéramos todos de la misma familia.
Pero ellos eran gente responsable, intelectuales con conciencia social, con preocupaciones ecológicas, con identidad nacional. Eran críticos, analíticos, auto conscientes y protestatarios. La verdad es que yo podría resumir todo esto diciendo que eran excéntricos.
Ellos excéntricos y yo su conejillo de indias.
Un día a mi mamá le pareció una idea fabulosa pedirle a mi papá, que iba a Maracaibo, que me trajera una manta guajira. Lo insólito no es que ella se lo pidiera, lo asombroso es que a él le pareciera una idea estupenda. Pasaron los días y, además de mis codiciados huevos chimbos, mi papá me trajo una manta guajira talla 8, fucsia con dibujitos.
Pero más pasmoso aún, ellos no pensaron ponerme la manta para carnavales… Bueno, no al menos inicialmente. Ellos pensaron que ese podía ser un look perfectamente normal para una niña con un corte totuma un miércoles a las 3 de la tarde para ir a comer helados.
Mi hermano Jack con lechina,
yo con mi manta guajira

Ya había pasado por una experiencia frustrante. Yo tenía un pijama chino al que adoraba; supongo que por falta de dinero (es que teníamos mucha conciencia de clase) mi mamá me encasquetó el pijama, me achinó los ojos con delineador y así me mando al colegio a festejar los carnavales; yo me sentí estafada.
Pero esta vez, la cosa era más grave, me pusieron mi manta, unas sandalias de borlas, y así fui… A lanzar papelillos en Los Próceres, mientras mis amiguitas, menos comprometidas con las reivindicaciones sociales de las minorías, se disfrazaban de Mujer Maravilla o de Fresita.
Afortunadamente el tiempo pasó, vinieron disfraces fascinantes de gitana, bailarina y payaso. Cualquier cosa que no mancillara mi formación ideológica.
El mismo tiempo que me deparó esos disfraces, fue cambiando los pensamientos de mis padres. Papá empezó a escribir sobre apariciones marianas y mi mamá a leer sobre reencarnación y perdón.
Papá murió pensando que el comunismo era un espejismo donde se deformaban las buenas voluntades. Mamá, luego de separarse de él y encontrarse consigo misma, descubrió que la autoconciencia es bastante más que el cuestionamiento hacia afuera y que le importaba tanto la vida material como la inmaterial. Ahora, con algunos retoques estéticos, bastante formación esotérica y un post grado en Psicología Social, es capaz de decirme con el mayor desparpajo: “Yo ya pasé mi fase étnica… Ahora, me gusta la ropa sexy”