Hace algunos días, mi mamá,
fan entusiasta de la dieta y la
figura esbelta, me dijo: "me provoca comer
pizza, ¿Quieres?", yo ante semejante rareza, me rendí y dije que si. El apetito por el pan plano con tomate y queso
mozarella se mezclaba con la pereza... Tanto que incluso pensamos en pedir
pizza a domicilio. Pero al fin decidimos caminar las dos
cuadras que nos separan del
Unicentro El
Marquéz.
Llegamos al
restaurant Mamma Bella, reducto
italianoide del este de la avenida Francisco de Miranda donde el mayor encanto es su horno a la leña y el menor, los experimentos de su
chef (pastas con "
lomito, salsa
soya, pollo,
tocineta y un toque de
demi glace", por ejemplo).
Mi mamá decide: "
Pizza cuatro estaciones", yo que me siento incómoda con el jamón en la
pizza, sigo pensando en la mía cuando el capitán de mesoneros me dice "la
pizza es grande, alcanza para las dos". Este señor, que no conoce el tamaño de nuestros apetitos me hace pensar en que debo pedir algo más y decido:
Carpaccio, mi forma favorita de comer carne roja.
Reinaldo se nos une, pide otro
carpaccio, esta vez de atún. Esperamos entre limonadas
frappé y jugos de piña. Al fin llega la
pizza,
humeante y sabrosa, con extra de anchoas. Como decidimos tarde pedir los
carpaccios, llegan después de la
pizza. El ambiente es de tal informalidad que no importa este salto en el protocolo, puedo comerme una cosa y otra al mismo tiempo sin que se me mueva un pelo.
Primer bocado de
carpaccio: carne fresca - el aderezo justo - aceite de oliva para lubricar el proceso de masticación - adoro el
carpaccio - soy feliz.
Segundo bocado de
carpaccio: pimienta negra - albahaca - carne fresca- un trozo de... De... De... ¿Qué es ésto?
Pintiagudo, oxidado,
durísimo, enorme, espeluznante, un tornillo había aparecido en el
carpaccio. (En el
carpaccio no, en mi boca). Estupefacta, tomo el tornillo, lo miro con incredulidad, lo muestro a mis compañeros de condumio, el momento es de un
surrealismo que espanta.
Mi mamá se asusta,
Reinaldo no lo puede creer, yo agonizo (Y recuerdo que
Reinaldo José, siempre dice "A
Kary le pasa de todo en los restaurantes").
¿Qué hacer? ¿Llamar al mesonero que gana cuatro centavos al mes y le salen
várices de tanto estar parado, con un sueldo equivalente a su vocación y a su poder de decisión y responsabilidad? Si, llamar al mesonero.
Yo, que puedo ser tremendamente mordaz y agresiva cuando mi vida está en peligro, respiro unas cuantas veces y pienso en esa máxima que nos pone en el lugar del otro "a cualquiera le puede pasar". Llamo al mesonero y le explico,
serenamente, que esta cosa metálica, puntiaguda e
innegablemente fálica, estuvo en mi boca sin mi consentimiento, que los errores los cometemos todos, pero que ésto puso en peligro mi vida y que, faltaba más, yo soy cocinera, miembro de la
Asociación Venezolana de Chefs, Cocineros y afines, profesora de cocina y al fin y al cabo, cliente.
El hombre, con
cara de poker, me dice en tono resignado y falto de emoción "Ya se lo cambio", se da la vuelta y se va. Yo quedo con un trozo de
pizza con maíz y champiñones, que se enfría en mi plato.
Le pregunto a
Reinaldo, quien siempre se da cuenta de cosas que yo omito: ¿Se disculpó?, me responde que no y a mí, en ese instante, se me hace la luz: la gastronomía en Venezuela está
jodida por la falta de responsabilidad. No importa si los cocineros son unos sacrificados, si los mesoneros son
fajadísimos y amables, si quien administra el dinero no se lo roba, si la señora que limpia el baño lo hace como si fuera suyo... Siempre hay alguien que debe hacer algo y no lo hace.
Regresa el mesonero con el clon del
carpaccio asesino. Yo lo veo de reojo y ni
Johnny Depp dándomelo en la boca me convencería de comerlo.
Químicamente malhumorada y pensando que en otros países las indemnizaciones por algo así
coquetearían con decenas de miles de dólares, le digo al señor que no me voy a comer el
carpaccio y que exijo una
compensación. Se vuelve a dar la vuelta diciendo "déjeme consultar" y mi instinto homicida se despierta. Al regresar dice, palabras más palabras menos, que "obviamente" el
carpaccio no será incluido en la cuenta, que si nos apetece un "
postrecito" o un "
cafecito" por la casa. Deseando haberme dedicado a la zoología, a la física cuántica o a la
bioenergética, reniego de la cocina y le digo que no, que no queremos un "
postrecito", que nos traiga la cuenta.
Veinte minutos después, una
jovencita con delantal verde, la chica que toma las comandas de las bebidas, nos acerca la cuenta. Nadie más da la cara, nadie se disculpa, nadie asume la responsabilidad de que una vez, en un
carpaccio, a la cocina del
restaurant Mamma Bella, se le escapó un tornillo que se escondió bajo los tomates con albahaca y que, sin importar las consecuencias, actuaron como típicos venezolanos incapaces de disculparse, evasivos de sus responsabilidades,
inmediatistas (la cuenta se pagó, pero jamás en mi vida volveré) y escasos de vocación de servicio. Estoy segura de que son estas taras en nuestra
personalidad nacional, y no las crisis económicas ni políticas, las que están destruyéndonos y mutando nuestros sueños de abundancia, prosperidad y buen vivir en pesadillas de
sobrevivencia, hostilidad y
desesperanza.