El dolor

Para María Silvia Antonia, 19 años después

“Toma mis manos y abrázame fuerte
cierra los ojos, yo soy la muerte”
Toma mis manos
Willie Colón

El dolor… El dolor… El dolor es lo que mejor recuerdo. Aquella deuda saldada, aquella cosa pastosa y al mismo tiempo punzante que me consumía hasta dejarme exhausta y sin consuelo. Muchas veces pensé que, si se intensificaba, podría llegar incluso a ser un deleite, a perder su naturaleza maligna y cruel y convertirse en un placer. Pero no, se mantuvo en el borde, coqueteando con el alivio pero sin abandonarme.

Los otros recuerdos siempre son en sepia, nunca vívidos, siempre dejan claro que eran el pasado. En cambio el dolor se convirtió en mi naturaleza, en mi identidad, en un presente eternizado y melancólico. Creo que tuve dos hijos, un perro, alguien me amó, a alguien amé. Pero no puedo recordar exactamente las emociones ni los hechos concretos. Casi todo se borró.

Casi.

Recuerdo clarísimamente el sabor de la menta y el de la parchita, perfumado y optimista. Recuerdo que una vez me emocioné al ver el cambio de verde a naranja de un ají dulce que crecía desvergonzado en el jardín de mi casa, recuerdo haberme sentido feliz, recién bañada, con el cabello húmedo, untándome crema en las piernas, recuerdo el frío del suelo del páramo andino. Casi todos recuerdos inconexos, circunstanciales, que no me dan referencia de mi vida afectiva, la cual se fue desvaneciendo en cada punzada de dolor amargo y sarcástico.

Es extraño, cuando el dolor daba una tregua, quería bailar. Pero eso ocurrió unas tres o cuatro veces en aquél tiempo, de resto viví atravesada por una daga hirviente que separaba mi cuerpo en dos y mi mente en miles de pedazos.

Un día, mis súplicas fueron atendidas: el dolor se hizo tan agudo, tan profundo, que me enamoré de él. Su intensidad fue tan seductora y tan exquisita que me le entregué como una virgen, ruborizada y feliz de sucumbir ante su encanto. Me abrazaba de pies a cabeza, me susurraba promesas de amor y eternidad al oído, cantaba para mí con voz de barítono y me daba a beber de su torrente un néctar, dulce y especiado, que me hizo ver de nuevo a colores. Su abrazo le devolvió calidez a mi cuerpo maltratado y agónico y jamás estuve tan viva como cuando acepté su beso translúcido, de luz de bengala, de mango de hilacha, de agua de mar, de re menor, de bendito sea Dios, de no tener miedo por primera vez en mi vida.

Disculpe, hay un tornillo en mi carpaccio

Hace algunos días, mi mamá, fan entusiasta de la dieta y la figura esbelta, me dijo: "me provoca comer pizza, ¿Quieres?", yo ante semejante rareza, me rendí y dije que si. El apetito por el pan plano con tomate y queso mozarella se mezclaba con la pereza... Tanto que incluso pensamos en pedir pizza a domicilio. Pero al fin decidimos caminar las dos cuadras que nos separan del Unicentro El Marquéz.

Llegamos al restaurant Mamma Bella, reducto italianoide del este de la avenida Francisco de Miranda donde el mayor encanto es su horno a la leña y el menor, los experimentos de su chef (pastas con "lomito, salsa soya, pollo, tocineta y un toque de demi glace", por ejemplo).

Mi mamá decide: "Pizza cuatro estaciones", yo que me siento incómoda con el jamón en la pizza, sigo pensando en la mía cuando el capitán de mesoneros me dice "la pizza es grande, alcanza para las dos". Este señor, que no conoce el tamaño de nuestros apetitos me hace pensar en que debo pedir algo más y decido: Carpaccio, mi forma favorita de comer carne roja.

Reinaldo se nos une, pide otro carpaccio, esta vez de atún. Esperamos entre limonadas frappé y jugos de piña. Al fin llega la pizza, humeante y sabrosa, con extra de anchoas. Como decidimos tarde pedir los carpaccios, llegan después de la pizza. El ambiente es de tal informalidad que no importa este salto en el protocolo, puedo comerme una cosa y otra al mismo tiempo sin que se me mueva un pelo.

Primer bocado de carpaccio: carne fresca - el aderezo justo - aceite de oliva para lubricar el proceso de masticación - adoro el carpaccio - soy feliz.

Segundo bocado de carpaccio: pimienta negra - albahaca - carne fresca- un trozo de... De... De... ¿Qué es ésto?

Pintiagudo, oxidado, durísimo, enorme, espeluznante, un tornillo había aparecido en el carpaccio. (En el carpaccio no, en mi boca). Estupefacta, tomo el tornillo, lo miro con incredulidad, lo muestro a mis compañeros de condumio, el momento es de un surrealismo que espanta.

Mi mamá se asusta, Reinaldo no lo puede creer, yo agonizo (Y recuerdo que Reinaldo José, siempre dice "A Kary le pasa de todo en los restaurantes").

¿Qué hacer? ¿Llamar al mesonero que gana cuatro centavos al mes y le salen várices de tanto estar parado, con un sueldo equivalente a su vocación y a su poder de decisión y responsabilidad? Si, llamar al mesonero.

Yo, que puedo ser tremendamente mordaz y agresiva cuando mi vida está en peligro, respiro unas cuantas veces y pienso en esa máxima que nos pone en el lugar del otro "a cualquiera le puede pasar". Llamo al mesonero y le explico, serenamente, que esta cosa metálica, puntiaguda e innegablemente fálica, estuvo en mi boca sin mi consentimiento, que los errores los cometemos todos, pero que ésto puso en peligro mi vida y que, faltaba más, yo soy cocinera, miembro de la Asociación Venezolana de Chefs, Cocineros y afines, profesora de cocina y al fin y al cabo, cliente.

El hombre, con cara de poker, me dice en tono resignado y falto de emoción "Ya se lo cambio", se da la vuelta y se va. Yo quedo con un trozo de pizza con maíz y champiñones, que se enfría en mi plato.

Le pregunto a Reinaldo, quien siempre se da cuenta de cosas que yo omito: ¿Se disculpó?, me responde que no y a mí, en ese instante, se me hace la luz: la gastronomía en Venezuela está jodida por la falta de responsabilidad. No importa si los cocineros son unos sacrificados, si los mesoneros son fajadísimos y amables, si quien administra el dinero no se lo roba, si la señora que limpia el baño lo hace como si fuera suyo... Siempre hay alguien que debe hacer algo y no lo hace.

Regresa el mesonero con el clon del carpaccio asesino. Yo lo veo de reojo y ni Johnny Depp dándomelo en la boca me convencería de comerlo. Químicamente malhumorada y pensando que en otros países las indemnizaciones por algo así coquetearían con decenas de miles de dólares, le digo al señor que no me voy a comer el carpaccio y que exijo una compensación. Se vuelve a dar la vuelta diciendo "déjeme consultar" y mi instinto homicida se despierta. Al regresar dice, palabras más palabras menos, que "obviamente" el carpaccio no será incluido en la cuenta, que si nos apetece un "postrecito" o un "cafecito" por la casa. Deseando haberme dedicado a la zoología, a la física cuántica o a la bioenergética, reniego de la cocina y le digo que no, que no queremos un "postrecito", que nos traiga la cuenta.

Veinte minutos después, una jovencita con delantal verde, la chica que toma las comandas de las bebidas, nos acerca la cuenta. Nadie más da la cara, nadie se disculpa, nadie asume la responsabilidad de que una vez, en un carpaccio, a la cocina del restaurant Mamma Bella, se le escapó un tornillo que se escondió bajo los tomates con albahaca y que, sin importar las consecuencias, actuaron como típicos venezolanos incapaces de disculparse, evasivos de sus responsabilidades, inmediatistas (la cuenta se pagó, pero jamás en mi vida volveré) y escasos de vocación de servicio. Estoy segura de que son estas taras en nuestra personalidad nacional, y no las crisis económicas ni políticas, las que están destruyéndonos y mutando nuestros sueños de abundancia, prosperidad y buen vivir en pesadillas de sobrevivencia, hostilidad y desesperanza.