Los cocineros





Para ser cocinero hacen falta algunas características, muchas de ellas aparentemente excluyentes, que a los venezolanos nos sobran; tal vez sea por eso que aquí se come tan sabroso, porque cualquier hijo de vecino es perfectamente capaz de hacer un sancocho irreprochable a orillas de la playa con un mínimo de herramientas y las titánicas hallacas (preparación difícil y laboriosa como pocas en el mundo) le quedan bastante bien a la mayoría.

A los cocineros nos gusta la noche, estamos más lúcidos a las 11 pm que al despertarnos, nos encanta la buena vida y sin embargo el trabajo de cocina es uno de los física y emocionalmente más exigentes (hablo de muchas horas de pié al día, exposición continua e inclemente al calor, estrés permanente, posibilidad de cortes, quemaduras, accidentes), la mantequilla (el arroz, las aceitunas, el ají dulce, la miel…) nos parece un asunto delicadísimo y al mismo tiempo preferimos para comer los platos sencillos, hogareños, hechos por otros, a los manjares de restaurant.

En Venezuela hasta hace muy poco tiempo, los cocineros eran considerados como trabajadores de segunda, gente con una vocación extraviada que “no había podido hacer otra cosa en la vida”. Hoy el asunto es distinto, decir que uno es cocinero es tener una visa que permite la entrada a lugares cerrados para otros, simpatías instantáneas, confesiones del tipo: “siempre quise dedicarme a cocinar pero mis padres querían que estudiara en la universidad” o consultas acerca de cómo hacer risotto sin morir en el intento.

Hoy, día de cocinero, quiero decirles a mis colegas que los quiero mucho, a mis alumnos que les debo la vida (y el sentido de la vida), y a esa insondable fuerza que me trajo al mundo que estoy feliz de que haya obrado tan misteriosamente para hacer de mí una cocinera.

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