Yo amasé el pan
Para tí, maestro, que me regalas tu amor.
Me despierto con el alba, pues, hoy tengo una cena muy importante. Lavo las habas y desveno los berros, limpio el trigo y troceo la canela mientras saludo al sol que me entibia las manos. Las otras mujeres corren, saltan de alegría, pues nuestra casa hoy se honra con su visita.
El cordero, marinado con hojas de romero y vino, es llevado por los hombres al horno; yo pido permiso para hacer el pan.
Bendigo la harina, el agua, el aceite y me pongo manos a la obra, mientras pienso en su mirada; es tan intensa y al mismo tiempo tan dulce que me produce mucha turbación. Habla como si no tuviera miedo de nada, ríe suavemente y trata a todos, mujeres y hombres, como si fuéramos sus hijos.
Dejo la masa y me asomo a la ventana. Los niños que corren jugando hacen un escándalo que me gusta. Las mujeres comenzaron a cantar; me siento conmovida sin razón, tengo deseos de orar y agradecer y las lágrimas a flor de piel. Sé que no tengo motivos para llorar, pues él es el agua que nos sacia la sed; desde que lo oí por primera vez dejé de sentir esa sed que me despertaba por las noches, asustada y sola. Mi señora me llama para que corte las cebollas, voy enseguida sabiendo que así podré disimular estas lágrimas.
La tarde transcurre entre sobresaltos, trajeron el vino y otro cordero, pues hoy comerá una multitud aquí. Limpié la sala donde recibiremos a nuestros invitados, llené las lámparas con aceite y puse el agua en las ánforas de barro para que se decante.
Amaso, estiro y corto. Mientras lo hago pienso en mi maestro, sentado frente a mucha gente diciendo cosas que yo jamás había oído. El centro de sus palabras es el amor; a los semejantes, al prójimo, al enemigo. Pienso en lo difícil que es amar a Roma y lo fácil que es amar a mi madre.
Mientras horneo el pan, recuerdo aquél prodigio que me convenció. Una muchedumbre hambrienta lo seguía, él regalaba sus palabras y su consuelo. En un momento, el hambre fue el protagonista y no había más que unos cuantos pescados y pocas piezas de pan. Mi maestro hizo un ademán y milagrosamente, los pescados salían de la nada, los panes se reproducían, panes deliciosos como jamás volví a comer. Ese día entró en mi corazón, él sació el hambre de la gente con pan y con su amor.
Nos avisan que ya vienen, las mujeres nos escondemos en la cocina, mi corazón canta un galope mientras veo entrar a mi maestro. Es tan delgado, tan frágil, tan sonreído. Todos se sientan y están alegres. Mi señora les da la bienvenida y les sirve vino, mientras nosotras ponemos los manjares en los platos para agasajarlos.
El pan que amasé apenas sale del horno, el olor del trigo me llena el espíritu de gozo, tomo un pedazo y lo pruebo, me encanta el pan. Mi señora me llama y me dice que mi maestro quiere que todos cenemos con él. Me tiemblan las manos, no se supone que hombres y mujeres compartamos los rituales, pero él parece tener una ley propia, una ley de igualdad. Oigo a lo lejos sus palabras, mientras rezo para no derramar la comida en el piso.
Cuando entro en la sala, todo parece iluminado con un halo de irrealidad. Nos dice “Bienvenidas, hermanas”. Mis lágrimas logran escapar como respuesta a su saludo. Torpemente me siento y sé que el rubor me delatará.
Comenzamos a comer, todos como iguales, compartiendo los manjares que hicimos en el día. Casi no lo miro, pero escucho cada palabra. Detesto cuando lo interrumpen sus discípulos, pero él pacientemente responde sus preguntas.
Mi corazón se rebosa cuando, levantando la copa dice que bebamos todos de ella, pues ese vino es su sangre. El pavor me paraliza cuando toma el pan que amasé y dice “Coman de él, pues éste es mi cuerpo”.
La cena termina y mi maestro se retira a orar. Yo me escabullo de los ojos de mi señora y lo sigo en silencio. Me escondo detrás de un arbusto y veo como se dispone a rezar. Lo acompaño en su oración y pido por él, por mí, por los míos.
Mientras estoy absorta en mis oraciones, siento un ruido de voces que me espanta. Veo venir a varios hombres, uno de ellos besa a mi maestro. Me quedo mirando como tras una fugaz lucha todos se van, mientras yo siento un frío en los huesos y comprendo que me he quedado más sola que nunca.
Mi señora me llama, antes de dormir debo cernir la harina para el pan de mañana.
El cordero, marinado con hojas de romero y vino, es llevado por los hombres al horno; yo pido permiso para hacer el pan.
Bendigo la harina, el agua, el aceite y me pongo manos a la obra, mientras pienso en su mirada; es tan intensa y al mismo tiempo tan dulce que me produce mucha turbación. Habla como si no tuviera miedo de nada, ríe suavemente y trata a todos, mujeres y hombres, como si fuéramos sus hijos.
Dejo la masa y me asomo a la ventana. Los niños que corren jugando hacen un escándalo que me gusta. Las mujeres comenzaron a cantar; me siento conmovida sin razón, tengo deseos de orar y agradecer y las lágrimas a flor de piel. Sé que no tengo motivos para llorar, pues él es el agua que nos sacia la sed; desde que lo oí por primera vez dejé de sentir esa sed que me despertaba por las noches, asustada y sola. Mi señora me llama para que corte las cebollas, voy enseguida sabiendo que así podré disimular estas lágrimas.
La tarde transcurre entre sobresaltos, trajeron el vino y otro cordero, pues hoy comerá una multitud aquí. Limpié la sala donde recibiremos a nuestros invitados, llené las lámparas con aceite y puse el agua en las ánforas de barro para que se decante.
Amaso, estiro y corto. Mientras lo hago pienso en mi maestro, sentado frente a mucha gente diciendo cosas que yo jamás había oído. El centro de sus palabras es el amor; a los semejantes, al prójimo, al enemigo. Pienso en lo difícil que es amar a Roma y lo fácil que es amar a mi madre.
Mientras horneo el pan, recuerdo aquél prodigio que me convenció. Una muchedumbre hambrienta lo seguía, él regalaba sus palabras y su consuelo. En un momento, el hambre fue el protagonista y no había más que unos cuantos pescados y pocas piezas de pan. Mi maestro hizo un ademán y milagrosamente, los pescados salían de la nada, los panes se reproducían, panes deliciosos como jamás volví a comer. Ese día entró en mi corazón, él sació el hambre de la gente con pan y con su amor.
Nos avisan que ya vienen, las mujeres nos escondemos en la cocina, mi corazón canta un galope mientras veo entrar a mi maestro. Es tan delgado, tan frágil, tan sonreído. Todos se sientan y están alegres. Mi señora les da la bienvenida y les sirve vino, mientras nosotras ponemos los manjares en los platos para agasajarlos.
El pan que amasé apenas sale del horno, el olor del trigo me llena el espíritu de gozo, tomo un pedazo y lo pruebo, me encanta el pan. Mi señora me llama y me dice que mi maestro quiere que todos cenemos con él. Me tiemblan las manos, no se supone que hombres y mujeres compartamos los rituales, pero él parece tener una ley propia, una ley de igualdad. Oigo a lo lejos sus palabras, mientras rezo para no derramar la comida en el piso.
Cuando entro en la sala, todo parece iluminado con un halo de irrealidad. Nos dice “Bienvenidas, hermanas”. Mis lágrimas logran escapar como respuesta a su saludo. Torpemente me siento y sé que el rubor me delatará.
Comenzamos a comer, todos como iguales, compartiendo los manjares que hicimos en el día. Casi no lo miro, pero escucho cada palabra. Detesto cuando lo interrumpen sus discípulos, pero él pacientemente responde sus preguntas.
Mi corazón se rebosa cuando, levantando la copa dice que bebamos todos de ella, pues ese vino es su sangre. El pavor me paraliza cuando toma el pan que amasé y dice “Coman de él, pues éste es mi cuerpo”.
La cena termina y mi maestro se retira a orar. Yo me escabullo de los ojos de mi señora y lo sigo en silencio. Me escondo detrás de un arbusto y veo como se dispone a rezar. Lo acompaño en su oración y pido por él, por mí, por los míos.
Mientras estoy absorta en mis oraciones, siento un ruido de voces que me espanta. Veo venir a varios hombres, uno de ellos besa a mi maestro. Me quedo mirando como tras una fugaz lucha todos se van, mientras yo siento un frío en los huesos y comprendo que me he quedado más sola que nunca.
Mi señora me llama, antes de dormir debo cernir la harina para el pan de mañana.
2 probaron y opinaron:
¡Sencillamente hermoso! El encuentro de las dos religiones,no olvidemos quién fué Nuestro Maestro Jesús...¡Felíz Pascua de Resurrección!
muy bonito, tremenda inspiracion
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