No me gusta hacer hallacas
Lo confieso: no me gusta hacer hallacas.
Sé que es políticamente incorrecto, sé que es el plato emblemático de la sabiduría gastronómica ancestral venezolana, se que es una reunión familiar y una de las tradiciones que más vale la pena preservar, pero no hay manera, no me gusta.
Y la verdad es que los únicos recuerdos que tengo de mi familia haciendo hallacas son buenos: mi abuela preparando el guiso y dándome los huevitos “no nacidos” de la gallina en cuestión, mi mamá poniendo a Pedro Infante (¿no es una locura increíble que en vez de oír a Betulio Medina, mi mamá se inclinara más por las rancheras en este momento de máximo paroxismo del gentilicio patrio?), las copitas de ponche crema que iban de mano en mano y que yo, subrepticiamente, probaba aunque tuviera diez años, el aroma magnífico del guiso que se escabullía hasta lo más profundo de mis huesos, las pasitas y aceitunas en la mesa pidiéndome que me las robara, la posibilidad de cocinar, de verdad verdad, junto a las mujeres de mi familia, y la recompensa, por ahí como a las 6 pm, de comerme una hallaca recién cocida, justo en la época en la cual adoptaba posturas nada femeninas con mi tambora entre las piernas, coronada como la "tamborera oficial" y la sangre maracucha gritando en mis venas ante la incredulidad de mis amiguitas que preferían ser el coro del grupo de gaitas de Colegio Mozart. Todos son buenos recuerdos.
Pero siempre, todos los años, desde Octubre ando pensando en comida alternativa. No sólo el sempiterno pavo o el obvio pernil, he llegado al extremo de declarar las codornices al horno como tradición navideña de mi familia, sólo para sacarle el cuerpo a las hallacas.
Ahora que lo pienso, no es la hallaca; lo que no me gusta es saber lo que me voy a comer con tanta anticipación. Hacer hallacas, por muy pocas que se hagan, siempre nos condena a repetir el menú día tras día, y los hábitos gastronómicos me aburren sobremanera. Ese cuento de que la gente si no se toma, como autómatas, el café de la mañana no funciona, o que si falta ketchup en la mesa (aunque se estén comiendo unos scargots) no pueden comer, o que si no me desayuno con cereal y yogurt estoy frito, no lo entiendo. Yo que soy medio rebelde con respecto a los hábitos, no me como la arepa rellena (la voy picando en pedacitos que unto con lo que se supone es el relleno y cada bocado sabe diferente) me como el postre antes que la sopa, durante la comida o después, tomo vino blanco o tinto con carnes blancas o rojas, según amanezca de humor ese día, amo el pescado, pero un día puedo hacer cualquier cosa por un kippe crudo con cebolla y hierbabuena. Mi único hábito, y a ese no renuncio ni por vergüenza, es el picante.
La hallaca, tal vez, también me recuerde la locura venezolana, el mestizaje no sólo genético sino ideológico, la tendencia a mezclar la seriedad con la risa, así como lo salado con lo dulce, la inmensa necesidad de sentirnos hijos de la tierra (como el maíz) y al mismo tiempo, extranjeros, musiúes (como las pasitas, el vino y las aceitunas). Tal vez es que la hallaca es un espejo donde miro todas nuestras bellezas y todas nuestras debilidades. Tal vez la hallaca no me guste y me encante.
A propósito… El domingo hago hallacas…
Sé que es políticamente incorrecto, sé que es el plato emblemático de la sabiduría gastronómica ancestral venezolana, se que es una reunión familiar y una de las tradiciones que más vale la pena preservar, pero no hay manera, no me gusta.
Y la verdad es que los únicos recuerdos que tengo de mi familia haciendo hallacas son buenos: mi abuela preparando el guiso y dándome los huevitos “no nacidos” de la gallina en cuestión, mi mamá poniendo a Pedro Infante (¿no es una locura increíble que en vez de oír a Betulio Medina, mi mamá se inclinara más por las rancheras en este momento de máximo paroxismo del gentilicio patrio?), las copitas de ponche crema que iban de mano en mano y que yo, subrepticiamente, probaba aunque tuviera diez años, el aroma magnífico del guiso que se escabullía hasta lo más profundo de mis huesos, las pasitas y aceitunas en la mesa pidiéndome que me las robara, la posibilidad de cocinar, de verdad verdad, junto a las mujeres de mi familia, y la recompensa, por ahí como a las 6 pm, de comerme una hallaca recién cocida, justo en la época en la cual adoptaba posturas nada femeninas con mi tambora entre las piernas, coronada como la "tamborera oficial" y la sangre maracucha gritando en mis venas ante la incredulidad de mis amiguitas que preferían ser el coro del grupo de gaitas de Colegio Mozart. Todos son buenos recuerdos.
Pero siempre, todos los años, desde Octubre ando pensando en comida alternativa. No sólo el sempiterno pavo o el obvio pernil, he llegado al extremo de declarar las codornices al horno como tradición navideña de mi familia, sólo para sacarle el cuerpo a las hallacas.
Ahora que lo pienso, no es la hallaca; lo que no me gusta es saber lo que me voy a comer con tanta anticipación. Hacer hallacas, por muy pocas que se hagan, siempre nos condena a repetir el menú día tras día, y los hábitos gastronómicos me aburren sobremanera. Ese cuento de que la gente si no se toma, como autómatas, el café de la mañana no funciona, o que si falta ketchup en la mesa (aunque se estén comiendo unos scargots) no pueden comer, o que si no me desayuno con cereal y yogurt estoy frito, no lo entiendo. Yo que soy medio rebelde con respecto a los hábitos, no me como la arepa rellena (la voy picando en pedacitos que unto con lo que se supone es el relleno y cada bocado sabe diferente) me como el postre antes que la sopa, durante la comida o después, tomo vino blanco o tinto con carnes blancas o rojas, según amanezca de humor ese día, amo el pescado, pero un día puedo hacer cualquier cosa por un kippe crudo con cebolla y hierbabuena. Mi único hábito, y a ese no renuncio ni por vergüenza, es el picante.
La hallaca, tal vez, también me recuerde la locura venezolana, el mestizaje no sólo genético sino ideológico, la tendencia a mezclar la seriedad con la risa, así como lo salado con lo dulce, la inmensa necesidad de sentirnos hijos de la tierra (como el maíz) y al mismo tiempo, extranjeros, musiúes (como las pasitas, el vino y las aceitunas). Tal vez es que la hallaca es un espejo donde miro todas nuestras bellezas y todas nuestras debilidades. Tal vez la hallaca no me guste y me encante.
A propósito… El domingo hago hallacas…
1 probaron y opinaron:
jajaja, hola karina esta muy bueno tu blog, lo sabroso de la hallaca es comersela, aqui en mi casa las que hacen las hallacas son mi mama y mi abuela, a mi siempre lo que me toca es amarrarla, hubo un tiempo que me gusto tanto hacerlo que hasta inventé un estilo para hacerlo, eso hace ya como dos navidades, si lo vuelvo a hacer no creo que me recuerde como se hace... saludos, que estes bien.. bye
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